Para llegar al portal de Belén o vas en taxi o tienes que atravesar un río de plata lleno de cocodrilos de colores que al primer descuido te muerden el plástico o las hojas de lechuga azul que llevas dobladas en la cartera. El viaje dura varios días con altos en el camino para recordar a los que no están y y encuentros con los pastores amigos sedientos de cervezas pendientes. Son los peces en el río. Por la calle vas saltando de acordeón en acordeón, de villancico en villancico, esperando a ver si nieva mientras las lavanderas vestidas de Paca y Tola se aclaran la garganta en los concurridos bares y los niños con las abuelas. El castillo apagado y vacío de Herodes en Siria anuncia que los reyes que vienen de Oriente tendrán que atravesar si quieren llegar la guerra, los cañonazos y la crisis. Entre comilona y comilona ves gente que hace años no veías, felicitas las fiestas y tratas de transmitir paz y buen rollo a los hombres de buena voluntad mientras los rostros de consumo desesperado te proporciona un estrés adicional. La Natividad del hijo de Dios, símbolo de carencias, se celebra con una orgía de excesos en crisis que amenaza nuestros hábitos cotidianos. Pero el tiempo hay que partirlo para poder medirlo, para poder contarlo, para poder vivirlo, así que es cuestión de intentar atravesar la Navidad viendo su lado bueno, que lo tendrá, hay que encontrarlo y celebrar que tienes con quien compartir, lo que sea. Y ahora vienen la uvas y el cotillón, los dátiles, las palmeras y si logran llegar los Reyes. Aunque para algunos sea difícil y cansado, bendita la tradición a la que es preciso añadir unas autoridades que en estas fechas más que nunca debieran ayudar a atravesar la Navidad por los sitios más difíciles.