Solo se puede juzgar una película con arreglo a las leyes del cine, o sea, es el cine en sí mismo un género que no se puede transgredir? Aunque había solo una docena de espectadores ese nunca ha sido un medidor de calidad, pero en este caso (El consejero, de Ridley Scott) la práctica totalidad de la crítica coincide con el público. ¿Cómo salvar de la inverosimilitud una historia en la que los narcos hablan a ratos como Kierkegaard y a ratos como Dostoyevski? Sin embargo la historia es un pretexto para inyectar directo a la vena del espectador una implacable reflexión sobre la muerte, el destino, la culpa, el azar, la violencia innata en el ser humano y la fragilidad del amor para hacer frente a tales verdades de la existencia. Cormac McCarthy, el guionista y motor del relato, tiene demasiado poderío para que las hechuras del cine y de sus espectadores habituales aguanten semejante lección de teología.