Se suele decir que cualquier tiempo pasado fue mejor. Es falso. Pienso que el mundo va a mejor a pesar de todos los pesares, de todo lo que no nos gusta y de todas las barbaridades que aún hacemos. Nunca hemos vivido mejor, con niveles de vida más altos, con mayor participación política, con menores injusticias sociales, con más esperanza de vida, con mejor distribución de la riqueza, con mejor asistencia sanitaria y con niveles de educación más altos. Que nos indignemos con razón por lo mucho que todavía funciona mal es otro síntoma de que estamos en buen camino, los esclavos aceptaban su suerte sin rechistar porque no imaginaban que las cosas podían ser diferentes. Lo que hasta hace muy pocos años era privilegio de unos pocos, como la educación, la sanidad, la información o las mismas vacaciones, están hoy al alcance de todos y hemos de trabajar para que también lleguen pronto a ciudadanos de países menos favorecidos por la fortuna o la geografía.

Este año se cumple (no me gusta se conmemora) el centenario de la Primera Guerra Mundial, conocida como la Gran Guerra sin que se sepa muy bien por qué pues la segunda fue más grande y mucho más mortífera. Entre ambas hicieron que el siglo XX tenga el dudoso honor de ser el más sangriento en la historia de la humanidad y que la civilizada Europa haya dado al mundo una lección de barbarie que deja chicos a los mongoles de Gengis Khan. Europa ha hecho muchas cosas buenas, desde el Renacimiento a la Ilustración, la revolución francesa y su grito de libertad o la revolución industrial y su grito de progreso. Y otras no tan buenas como la intolerancia religiosa, el nazismo y las guerras del siglo pasado con sus 60 millones de cadáveres.

Se discute sobre el origen de la Gran Guerra, más allá del hecho cierto del asesinato de Sarajevo que fue su detonante, y los mismos políticos de la época no lo sabían explicar, dando la impresión de que fue algo que se les fue de las manos. Hoy se citan el expansionismo de Alemania, la pretensión austríaca de poner coto al nacionalismo eslavo en los Balcanes o el miedo de los ingleses al creciente poderío alemán. El caso es que todos salieron perdiendo mientras bailaban charleston asombrados por la luz de los impresionistas: la guerra se llevó por delante tres imperios: el austríaco, que ya estaba lejos de su época dorada en el Congreso de Viena que puso fin a las aventuras napoleónicas; el imperio alemán que había levantado Bismark sobre la Prusia militarista de los Federicos (amigos o no de Voltaire) y la derrota francesa de 1870 (que acabó con otro imperio, el de Napoleón III); y, por fin, el imperio ruso, que cuando llegó 1917 estaba tan vacío y podrido por dentro como estaban los restos del español cuando llegó el 98 y los americanos nos arrebataron lo que aún nos quedaba en el Caribe y en el Pacífico y nos dejaban sin barcos y sin demasiada honra. Pues con los rusos pasó algo parecido. Su movilización contra Alemania aceleró la descomposición interna del zarismo en manos de sus dos últimos e incompetentes representantes, el Zar Nicolas II y la zarina Alexandra, que se habían puesto en las manos rijosas y fanáticas de Rasputín hasta que le asesinó el conde Yu-supof.

Del desastre militar salieron también muy tocados los ingleses aunque todavía tardasen unos años en darse cuenta de que lo de la India era un espejismo que se derrumbaría tras la Segunda Guerra Mundial porque de ella salieron reforzados los norteamericanos, lanzados desde entonces al dominio mundial que había inaugurado Mckinley a costa nuestra y que les colocaba en rumbo de colisión con el imperio británico, como se demostró en el conflicto de Suez de 1956. También salió reforzado el imperio nipón, que aprovechó la desaparición de Rusia, para iniciar una fase expansionista y militarista que acabó en Hiroshima 30 años más tarde después de teñir de rojo el Pacífico y de hacer salvajadas que China aún no ha olvidado.

Hoy decimos que es imposible otra guerra en Europa y de hecho la mía es la primera generación que no tiene que coger un fusil o una lanza en muchos siglos. La Unión Europea hace imposible una cuarta guerra entre Francia y Alemania (para alivio de París) aunque las barbaridades cometidas hace bien poco por la sinrazón de los nacionalismos enfrentados en Yugoslavia todavía nos hagan sonrojar. El riesgo de conflicto parece hoy mayor en Asia con el desarrollo de China y sus pretensiones de dominación regional que van a chocar inevitablemente con los intereses de otras potencias como Japón o los Estados Unidos. Ese choque puede producir tensiones que, al igual que en 1914, pueden hacer saltar la chispa que nadie desea. Y si salta, se puede perder el control de la situación. Pero no hay que hacer excesivas comparaciones ni caer en un pesimismo determinista porque hoy el mundo está menos contaminado por ideologías destructivas, hay mucho menos militarismo en el ambiente, menos patriotismo, menos disposición a dejarse matar en las trincheras y, en sentido contrario, vivimos en un contexto más interdependiente que ofrece muchas posibilidades de elegir el camino de la cooperación en ámbitos como la seguridad, el comercio, la energía o el clima. Es la mejor opción si sabemos descartar las otras. En 1914 no supimos.