Por lo general, los jueces en este país no gozan de buena prensa. No es que los periódicos los traten mal. Ocurre que los ciudadanos tienen una percepción más bien negativa de su labor. La lentitud de la maquinaria judicial perjudica seriamente en similar medida a los justiciables y a quienes instruyen y juzgan. En esa premiosidad, las más de las veces exasperante, reside en buena parte la causa última de la mala imagen de la Justicia a todos los niveles. De otro lado, la politización de su cúpula (Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial, etc.) pone bajo sospecha las decisiones que adoptan determinados órganos en lo que afecta a la disputa entre partidos políticos o gobiernos de distintos signos. La correlación de fuerzas hace demasiado predecibles casi todas las sentencias en última instancia, la designación o la remoción de los más altos magistrados, así como los expedientes y las sanciones.

En asuntos de corrupción, los políticos, sean del color que sean, al tiempo que exigen prudencia, suelen arroparse en la presunción de inocencia. La exigen para sí mismos y para los suyos, pocas veces para sus contrincantes. A ella apelan en el momento de ser llamados a declarar o cuando ya hay imputaciones en firme. Ni siquiera la consideran quebrada si, como ahora sucede en la operación Pokemon con el levantamiento del secreto del sumario, se desvelan a las claras comportamientos irregulares, inmorales o poco edificantes junto a indicios muy sólidos de graves delitos como sobornos, cohechos o tráfico de influencias. No se debe prejuzgar, sostienen.

En cambio, a los jueces que investigan las tramas corruptas no se les suele conceder el beneficio de que saben lo que hacen. Nadie quiere reconocer que no investigan por investigar, ni imputan por imputar. Algo sospechoso debieron ver o escuchar cuando ordenaron detener o llamaron a declarar a relevantes responsables públicos. Y no digamos si decretan su imputación, con o sin medidas cautelares, o los envían a la cárcel. Saben de sobra la trascendencia que tales decisiones tienen en lo individual y en lo colectivo, al verse inevitablemente afectada la reputación de los políticos y de las instituciones y en general menoscabado el crédito social del sistema democrático. Es por ello que hay que suponer que, andando políticos de por medio, los togados se tientan la ropa antes de firmar determinados autos y sentencias, mucho más que cuando el afectado es un simple ciudadano de a pie o un delincuente común.

Nos estamos perdiendo en una suerte de morbo político y en chismorreos de la vida personal. Nadie se ha parado estos días a calibrar, si a la vista de lo revelado en los miles y miles de folios de la instrucción del sumario Pokemon, la jueza De Lara ha actuado o no de forma correcta y proporcionada en relación a los alcaldes, concejales y empresarios implicados en el caso. Todavía no se escuchó ningún comentario de algún personaje relevante reconociendo (ya no digamos encomiando) el duro e incómodo trabajo desarrollado durante meses por la magistrada luguesa para desenmarañar el mayor entramado de corrupción municipal de la historia de Galicia.

De la eficacia investigadora de los agentes de Vigilancia Aduanera tampoco se habla apenas, como si no interesara, a pesar de que a ellos, a su profesionalidad por encima de todo, se debe el conocimiento a fondo que ahora tenemos de las cloacas del poder local. Y por algo, a saber qué, De Lara eligió el SVA y no a otros cuerpos policiales.