Seguramente, querida Laila, fue el rey don Juan Carlos el que abrió la veda de pedir perdón en este país. Por cierto, lo hizo en la más estricta ortodoxia católica: "Me he equivocado. Lo siento mucho. No volverá a ocurrir". Es decir: reconocimiento o confesión de la culpa, arrepentimiento o metánoya y propósito de la enmienda. El Rey creó tendencia y hasta el mismo Piqué no dudó en aplicar estrictamente la fórmula real por su desmadre en la trifulca nocturna que protagonizó. Creo, querida, que aquel rostro compungido de todo un Rey pidiendo perdón por un escarceo, cuando menos cinegético, impresionó lo suyo e impulsó una cierta corriente de indulgencia parcial que no sé bien hasta dónde llegó pero, desde luego, no fue plenaria. Ahora, cuando el lodo de la corrupción llega desde las cloacas a las barbillas de las más altas magistraturas del Estado, ya no vale lo que se vino haciendo, a saber: negar evidencias, deshacerse de amistades antes rentables y hoy tenebrosas, atribuir la mierda a cuatro golfos o tapar la cobardía perdiéndose por los cerros de Úbeda. Ahora nuestros capitostes se lanzan en tromba a pedir disculpas y perdón con la esperanza de recuperar la indulgencia, minimizar la penitencia y así evitar el ajusticiamiento electoral, pero tengo la impresión de que no van a ser perdonados porque la ciudadanía ha descubierto que el reconocimiento de la culpa se traduce en escurrir el bulto, el arrepentimiento es postureo y la enmienda jamás se concreta sino que se difumina y se aplaza sine díe. El Rey por lo menos no volvió a Botsuana, que se sepa, y algún elefante que otro podrá dormir más tranquilo.

Parece pues, amiga mía, que del Rey abajo nadie obtendrá el perdón porque hasta él mismo ha tenido que acabar cumpliendo su penitencia con el purgatorio de su abdicación, no solo por el pecado de Botsuana pero también por él. Y esta perspectiva de condena es la que inquieta y crea enorme tensión entre nuestros responsables políticos irresponsables. La ciudadanía sabe que no hay arrepentimiento ni voluntad de enmienda, sino enorme preocupación por lo que las encuestas adelantan y porque la desafección popular parece haber encontrado un instrumento político capaz de desplazarlos del poder, bicéfalo pero cuasi absoluto, del que han gozado (nunca mejor dicho) y abusado. A estas horas ya hay muchos que se arrepienten de haberles dicho a los ciudadanos-flauta, que desde el 15 M gritaban "no nos representan", aquello de: "¡Cállense y váyanse a casa o hagan un partido y preséntense a las elecciones!". Pues ahí están, querida, amenazando el tinglado y el ciclo. Ahora los usufructuarios del poder tiemblan y su terror los lleva a pedir perdón. Mera atrición como recurso táctico pero que no cuela y su miedo puede convertirse en su último instrumento de resistencia, tratando de contagiarlo a todos y ofreciendo como salida lo malo conocido. Caer en esta tentación táctica sería un tremendo error porque, lejos de tener éxito, podría provocar una concentración del poder político todavía mayor, en unos u otros, con lo que se garantizaría el mejor caldo de cultivo para que la corrupción se imponga a la democracia por muchos, muchos años.

La estrategia del miedo es la evasión cobarde por los cerros de Úbeda para evitar dar la batalla que hay que dar: la asunción de responsabilidades, la abdicación de las cúpulas contaminadas, la depuración y democratización de los partidos del sistema, el debate político coram pópulo, la asunción de los resultados electorales y de las reformas institucionales y constitucionales necesarias y la continuidad en el trabajo político en una democracia plural y representativa. Y así, querida, que gane el mejor.

Un beso.

Andrés