Con motivo de la aparición de nuevas ofertas en el mercado político español reaparece como arma intencionadamente letal el término "radical". La derecha más dogmática, digna heredera de la restauración monárquica del XIX, reparte generosas etiquetas de radicalismo descalificador, sobre cualquier manifestación que pueda constituirse en competencia electoral.

El radicalismo se enroca en la parte de sus principios que entiende irrenunciables, la hiedra que forma cuerpo con el tronco robusto de su pensamiento y lo propaga y defiende, conformando siempre una solución extrema, un planteamiento de idealismo absoluto, una manifestación de espiritualismo rígido y una fe ciega en las fuerzas de la razón.

De forma consciente el nacional-catolicismo mezcla lo radical con lo anárquico, con la intransigencia y la ruptura del orden constitucional y de forma muy especial con el fanatismo, logrando al final un totum revolutum donde el considerado final nada tiene que ver con lo considerado inicialmente. Se trata de trasladar evidencias que políticamente no convienen, a supuestos que se estiman previsibles desde una óptica partidariamente interesada. Radicalismo e intransigencia o fanatismo son gradaciones dispares y por supuesto no concomitantes.

Propiedades exclusivas del fanatismo residen en la intransigencia y el dogma que no se detienen en el raciocinio, el matiz, la alternativa. Ese es un demérito que alienta el totalitarismo al que secularmente se ha alineado el conservadurismo nacional. La luz cegadora de lo que entiende por absoluto invalida cualquier posibilidad de análisis discrepante. No se trata de entender al diferente que se traduce como oponente, solo de destruirle. El odio vehicula a la acción que se convierte en un acto destructivo y violento.

El dedo índice que elige a la divinidad incuestionable termina apretando el gatillo que vierte la sangre del irreverente o el infiel, que además no hubiera elegido ni reverencias ni fidelidades. Es ya el terreno de los inocentes, contra los que la persecución, el desahucio social, las torturas y la muerte son fáciles solo porque son inocentes.

El dogmático dueño de la verdad revelada (nunca se sabe por quién) es el aleteo de la mariposa que transmite la tragedia del tsunami a miles de kilómetros. La razón para el fanático solo es un proceso de filosofía primaria, donde el proceso intelectual no tiene cabida. No se trata de pensar o construir evolutivamente una dinámica de pensamiento. Al contrario, se trata de no pensar, de poner en marcha una maquinaria que funciona con el combustible de la sinrazón más cruel.

El radicalismo, como concepto esencial de raíz, intenta evolucionar a partir de unos principios esenciales que arrancan con Gambeta en 1870 utilizando el término radical por estar proscrito el de republicano, y entroncando en Clemenceau que abre la cuestión a la oportunidad de su uso político, para introducir su "transigir es gobernar" contra una Iglesia que preconizaba "ni electores ni elegidos". El radicalismo abre la espita del liberalismo etimológicamente liberador, frente a un Vaticano obtuso que pregonaba aquello de "el liberalismo es pecado", despreciando la generosa oferta de entendimiento bajo el epígrafe de "Una Iglesia libre en un Estado libre".

Que nadie sienta temor ante la radicalización cuando esta reafirme conceptos como la libertad o el amor, la solidaridad o el derecho, y los derechos que por extensión le sean dados, la justicia, la paz o la cultura, el pan y el techo, la salud y la amistad.

Que ya no somos tan pequeños ni tan ingenuos, ni tan ignorantes o confundidos, ni tan socialmente estúpidos que no sepamos distinguir entre el dogmo-fanatismo de antes y el libero-radicalismo de ahora