Sin duda, entre las encomiendas que recibió Román Rodríguez al hacerse cargo de la Consellería de Cultura y Educación figura la de evitar que en cualquier momento se pueda reavivar la llama del conflicto idiomático a partir de los rescoldos que aún quedan del último incendio cívico, el provocado por el llamado decreto del plurilingüismo. De entre el amplio banquillo disponible, Feijóo creyó acertar con la elección de la persona que, por talante y por convicción, mejor podía ejecutar la política de equilibrio por la que apuesta el actual Gobierno gallego, una posición lo más equidistante posible entre las posturas de la Mesa pola Normalización y Galicia Bilingüe. Por su temperamento, más echado para adelante, al anterior conselleiro, Jesús Vázquez, le costaba lo suyo templar gaitas en ese como otros ámbitos y de hecho fueron los secretarios xerais Anxo Lorenzo, primero, y después Valentín García quienes se fajaron en un debate que con el paso del tiempo fue bajando de intensidad hasta casi apagarse.

Y en eso está Román Rodríguez, intentando que la controversia entre los partidarios de la normalización del gallego por la vía política y los defensores de la plena libertad idiomática, que como tal batalla dialéctica nunca cesó del todo, no se traslade a la calle o prenda nuevamente entre la opinión pública. No se puede, ni se debe, evitar que el asunto colee en los tribunales algún tiempo más y así será por el recurso de la Real Academia ante el Tribunal Constitucional, algo que en San Caetano se daba por descontado. Sin embargo, hay que evitar que los colegios e institutos vuelvan a vivir la situaciones conflictivas de hace siete u ocho años. La pax académica, en lo que a la convivencia de las lenguas se refiere, es objetivo prioritario, ahora que parecen sofocadas las revueltas contra los recortes de profesorado.

Sin embargo, la reciente publicación por el INE de datos alarmantes en cuanto a la sensible reducción de gallego-hablantes entre niños y adolescentes, que generó seria preocupación no sólo en los sectores galleguistas y nacionalistas, obliga a la Xunta a mover ficha. Algo había que hacer: en primer lugar darse por enterados y, después de asumir su responsabilidad, aunque fuera a regañadientes, impulsar algún tipo de medida para revertir la tendencia. Eso sí, nada de menear la actual correlación de fuerzas idiomática en la escuela. Fue Feijóo en persona quien, sacándose un conejo de la chistera, anunció la elaboración de un "Plan de Dinamización de Lengua Gallega en el tejido económico, 2015-2020". La iniciativa se encuentra en fase consulta con los colectivos sociales interesados, entre ellos, paradógicamente, también Galicia Bilingüe.

En líneas generales, el objetivo del plan es galleguizar tiendas, despachos profesionales, bares, hoteles, gestorías o el tráfico documental entre empresas. También se instituye un "Día da Galeguidade Empresarial", además de incentivar y premiar los agentes económicos que usen preferentemente el gallego o que a la hora de seleccionar personal valoren el conocimiento de la lengua de Rosalía. Los redactores del documento, como el núcleo duro del Pepedegá y del Gobierno autonómico, parecen convencidos de que la solución al retroceso generacional del idioma no está en las aulas, sino sobre todo en la calle, en las oficinas, en el comercio o en las fábricas, así como en la publicidad y en las etiquetas de los productos que compramos a diario. Es fácil constatar hasta qué punto en esos ámbitos la presencia de la lengua gallega es residual, de modo que cualquiera, sea gallego de nacimiento o de adopción, puede desarrollar con toda normalidad su vida cotidiana en el trabajo, en sus relaciones sociales y en tiempo libre, sin saber ni papa de gallego. Hasta el francés o el inglés le serán más útiles en ese terreno. El conselleiro Rodríguez cree que ese es el buen camino, convencido como está de que el grueso de la sociedad civil gallega da por superado el encendido debate que suscitó la implantación de la educación plurilingüe.