Cuando llego a casa después de arreglar la avería electrónica del coche para poder viajar, entro como poseso buscando los cargadores del móvil, del portátil, del iPad, las baterías de la máquina de fotos, los chismes para sincronizar dispositivos y los dispositivos para sincronizar chismes, pensando en hacer las copias de seguridad que nunca hago. No veo ni a los niños que están encerrados y aislados en sus habitaciones con sus respectivos ordenadores y cacharros. Vivimos como topos. En vacaciones, el homo sigue sin ser sapiens pero tiene oportunidad de desconectarse de los dispositivos electrónicos de los que ahora vive pendiente o dependiente. El verano es la oportunidad para volver a aquella selva verde y frondosa con agua y con palmeras de donde salimos todos, donde bastaba con el gazpacho y el melón o a aquel mar donde se pescaban peces que no salían muertos. Cuando dejamos la sabana de África, no podíamos imaginar que se nos venía encima todo esto. Y buscando mejores condiciones de vida empezamos a matarla y últimamente calentamos nuestra atmósfera con todo tipo de enchufes y baterías. Y en la caló de estos días, junto a la sangría y los bikinis, la playa y el chiringuito están llenos de megas, gigas y teras, mucho peores que las suecas de antaño. En la selva frondosa de este tórrido verano añadimos a nuestro calor el de nuestros aparatos electrónicos que programados para una vida menor, nos hacen vivir en continuo proceso de cambio de móvil, de pareja, de ordenador. Tanto cambio que apenas nos deja tiempo para las verdaderas vacaciones que son las que lindan con el aburrimiento sin llegar a entrar nunca. Aquello que antaño hacía la gente antes de desplazarse como ahora lejos e indiscriminadamente sin ton ni son. O sea, veranear.