Dos crisis recurrentes y aparentemente irresolubles amenazan con amargar a Feijóo, a su gobierno y al Pepedegá un verano que tal vez pensaban dedicar a cargar las pilas y tomar aliento para el largo ciclo electoral que concluirá en otoño de 2016, a más tardar, con las elecciones gallegas. Por un lado, el frente incendiario que, sin llegar ni de lejos a los catastróficos niveles de 2006, empieza a desbordar las previsiones más pesimistas para este año y a provocar casi un sobresalto por día. Las llamas avanzando descontroladas en un caos casi siempre concienzudamente planificado ponen a prueba la efectividad del costoso dispositivo que les hace frente y la paciencia del presidente de la Xunta y de los altos mandos de Medio Rural, que, por otra parte, tiene al grueso del sector lácteo en pie de guerra por la alarmante caída de los precios de la leche. En plena canícula veraniega, se suceden las tractoradas comarcales como ensayos para una gran marcha a principios de septiembre en Compostela, por la desesperación de los ganaderos y la necesidad de sacar músculo de los sindicatos agrarios cuya representatividad y capacidad movilizadora estaban en entredicho hasta hace bien poco.

La ola de incendios forestales se recrudece por momentos gracias a la contumacia y la creciente pericia de los incendiarios y a unas condiciones meteorológicas de lo más favorables a sus destructivos intereses. En los últimos días no solo se quemaron varios centenares de hectáreas de bosque, monte raso y zonas protegidas, llegando incluso Santiago a estar cercado por todos sus costados, sino que el fuego se aproximó amenazante a núcleos de población al borde del mar, en zonas muy turísticas y enclaves tan emblemáticos como Corrubedo. Quien quiera que sean los autores de este desastre nuestro de cada verano, su alevosía va in crescendo. No se arredran. Ni siquiera les disuade de sus propósitos criminales la existencia de más y mejores medios de vigilancia o el notorio incremento de la eficacia policial a la hora de poner a disposición judicial a los responsables, con o sin dolo, de muchos de los fuegos.

El clima de consenso entre PP y PSOE que posibilitó determinados acuerdos parlamentarios no consigue sustraer de la dialéctica política partidista un problema de país como son los incendios forestales. Al contrario, los pactos institucionales a dos bandas avivaron los ánimos de los grupos minoritarios, que alimentan la pira de sus críticas con la madera de los argumentos descalificatorios del bipartidismo y de un sistema político que desde hace cincuenta años convive con la tragedia del fuego hasta propiciar toda una economía que se iría a pique si el monte dejara de arder.

No ayudan precisamente a templar los ánimos de las principales víctimas de la enésima crisis del sector de la leche en Galicia las salidas de tono que desde el ámbito institucional o desde la industria transformadora acusan a los granjeros de sacar sus tractores a las carreteras de paseo o porque les va la marcha. Tampoco aportan la sensatez que se requiere en trances como este quienes exigen al Gobierno o a la Xunta que fije precios en origen a sabiendas de que legalmente no pueden y que el remedio podría resultar aún peor que la enfermedad. Porque si pudieran, ya lo habrían hecho, y asunto resuelto. Pero España no es Francia y la Unión Europea funciona como funciona.

Que las empresas españolas que procesan la leche actúen en cártel, como cree la Comisión de la Competencia, no presupone que tengan capacidad para condicionar las decisiones de los gobiernos, como tampoco las grandes superficies comerciales, que venden a pérdidas un producto reclamo. El asunto es mucho más complejo. En esa complejidad, según los expertos, se imponen cada vez con mayor nitidez los mecanismos de mercado, la cruda ley de la oferta y la demanda. El margen para la política es escaso o casi nulo. Y lo es mal que les pese a los políticos en ejercicio y a unos sindicalistas politizados a izquierda y derecha.