Ya sé, querida Laila, que muchas veces una realidad se desenfoca precisamente porque se pone sobre ella mal el foco. Es como si el exceso de luz diluyese las sombras que hacen tangibles los bordes que acotan el objeto. Es esto, por ejemplo, lo que nos puede estar pasando esta temporada en que parece que aumentan los más horrendos crímenes o que se incrementa la violencia machista entre nosotros. ¿Será esto así o es que desenfocamos la realidad porque ponemos demasiada luz sobre los acontecimientos que más nos sobrecogen? En caso contrario, también la realidad parece desaparecer en la medida que sobre ella se cierna la sombra o la total oscuridad. Es preciso, pues, saber enfocar adecuadamente las cosas para alcanzar un conocimiento real sobre ellas y sobre su trascendencia. Es responsabilidad de todos, pero tarea primordial de los medios de información, comunicación, publicidad y de los sistemas e instituciones que se encargan o de hecho afectan a la enseñanza, a la instrucción, a la educación y a la orientación de personas, colectivos y masas. No se trata, simplemente, de ver, sino sobre todo de saber discernir; que es lo que nos puede conducir a tomar libre e informadamente nuestras decisiones. Esto es siempre importante para todos, pero se hace especialmente necesario en tiempos de excesivo ruido y confusión en que se juega de modo avieso, interesado y perverso con los focos que tratan de manipular las luces y las sombras para alterar las cosas, los datos y la realidad misma según convenga a unos u otros. Este nuestro año tan electoral y electoralista es un buen ejemplo de todo ello. La orgía de la confusión está llegando a un punto en que ya nadie resulta fiable, nada se puede creer, ningún dato está libre de manipulación torcida, ninguna promesa garantiza nada, nada es lo que parece y nadie parece lo que realmente es. Estamos ante la corrupción de las palabras, de las intenciones, de los mensajes, de los debates, de los programas y, en consecuencia, de la vida pública y de la convivencia social. Da igual cuál sea, entonces, el resultado final de un proceso así, porque desde un útero putrefacto nada sano puede ser dado a luz. Todo pierde legitimidad. Hasta la misma legalidad la pierde.

Me parece, querida, que este es el clima en que se vive y el aire que se respira de forma creciente, y ya mayoritariamente quizá, en nuestra sociedad. El ciudadano común o medio tiene la sensación y vive la experiencia de que la política es el reino de la mentira, porque mienten todos con creciente descaro y con reincidencia. Miente el presidente del Gobierno, el jefe de la oposición y prácticamente cualquier representante en la vida pública. Mienten una y otra vez, nunca nadie paga políticamente por ello y por eso precisamente siguen mintiendo. Nadie sabe, entonces, a qué atenerse y va ganando la deserción general de la política, el descrédito de las instituciones, el desprestigio profundo de las personas públicas y la conciencia general de que la honradez y la honestidad hay que buscarlas únicamente en las relaciones interpersonales más próximas y en círculos y colectivos cercanos y directamente controlables. De ahí para arriba ya nadie es de fiar. Queda poco para alcanzar la frustración general y por eso cada vez pintan menos las reformas parciales y los arreglos de fachada, que por otra parte tampoco se emprenden, y se demandan con más fuerza profundos cambios en las leyes, los partidos, las instituciones y en la Constitución misma, como única posibilidad de evitar la deserción general de la política. Y estas reformas, querida, no dependen ya de un mero resultado electoral. Se acabarán haciendo. Por las buenas o por las malas.

Un beso.

Andrés