En América reclaman la atención con asesinatos, en España con separatismos, que en miles de ocasiones no han reparado tampoco en recurrir a la barbarie. La necesidad de llamar la atención puede tener muchas y variadas causas. Como la de dar el coñazo. Cuando los separatistas vuelvan de la playa, volveremos a comprobarlo. Generalmente surgen de un malestar de sí. De una carencia. Del sí mismo que no se basta o que no se aguanta o soporta y que arma un escándalo para atraer la atención general. Es el fundamento de los nacionalismos y de la televisión. Para lo primero se necesita un enemigo, sin el cual alcanzaremos inmediatamente el paraíso; para lo segundo basta el ansia de notoriedad y la excentricidad. Y ahora estamos viviendo un tiempo en el que se mezclan. Los independentistas metidos en los telediarios, quieren violentar la Constitución española que firmaron y obligar a todos y hurtar así la soberanía al pueblo español, arrebatándole algo que es parte consustancial desde hace siglos. Y lo que es más curioso. Pretenden que el nacionalismo español, con más de cuatro siglos de historia, ahora provocado y afrentado diga amén jesús, como si tratasen de amputarte a ti lector un brazo que es tuyo, -o incluso suponiendo que fuese implantado- pero llevase contigo desde hace siglos. Ni es legal, ni legítimo, ni siquiera lógico. Cataluña a la muerte de Franco era la primera región de España. Después de casi 40 años de gobiernos pujolista, independentistas o tripartitos, está quebrada. Algo tendrá que ver el nacionalismo en ello. Cierto que Cataluña merece una consideración, como la que escribiera sabiamente Julián Marías, pero cuando una reivindicación es cansina acaba provocando en el conjunto del pueblo español una antipatía hacia la clase política que pastorea a los separatistas hacia la tierra prometida, que los ciudadanos y amigos catalanes en general, con la gran cantidad de virtudes que les adornan, y de las que puedo dar fe, no se merecen.