Mas quiere hacer de las elecciones catalanas un plebiscito sobre la independencia. A fortalecer la apariencia de plebiscito se encamina su afirmación de que sería impecablemente democrático extraer de la victoria de Juntos por el sí la consecuencia real de una declaración parlamentaria o presidencial de independencia a la que sólo un Estado anticatalán y antidemocrático osaría oponerse.

Lo importante ante esa operación de prestidigitación, convertir unas elecciones regionales en un plebiscito de la nación catalana sobre su independencia, lo obligado es denunciar el adefesio jurídico y la gran trampa política ideada por Mas y compañía. Jurídicamente un plebiscito, primo hermano del referéndum, es una consulta a los ciudadanos sobre una propuesta que se responde con un sí o con un no, sin matices, que es, justamente, lo que caracteriza a unas elecciones con muchas y diferentes ofertas de partidos, candidatos y programas. Los efectos de un plebiscito legalmente convocado como tal son simples y claros, sin rastro de candidatos ni programa de gobierno, y los de las elecciones también legalmente convocadas son más complejos: la composición de un parlamento plural y representativo, el aporte de legitimidad a las decisiones, leyes y demás, de ese parlamento y la elección del presidente que con su gobierno dirigirá la política regional durante cuatro años, comenzando en este caso por la presentación y aprobación de los presupuestos. Confundir plebiscito y elecciones es un sinsentido se mire como se mire. Pero además hay una gran trampa política que consiste en asegurar que la obtención de una mayoría absoluta de escaños independentistas bastaría para hacer de la declaración de independencia una decisión democrática y representativa de Cataluña. ¿Por qué?, pues porque el cómputo de los votos no puede ser el mismo en un plebiscito que en unas elecciones. En el primero cada voto tiene el mismo valor en todas las circunscripciones y es correcto sumar los de Barcelona con los de Lérida. Vota el electorado como conjunto. En las elecciones con sistema proporcional y circunscripciones altamente desiguales en población y número de escaños, el valor asignado a los votos para obtener escaños es diferente en función del tamaño de la circunscripción de modo que un escaño de Barcelona tiene detrás muchos más electores, 46.000, que un escaño de Lérida, 20.000. Con esos números no es aceptable que la candidatura independentista convierta su mayoría parlamentaria en mayoría de ciudadanos de Cataluña y declare la independencia. De hecho lo habitual es que una mayoría absoluta de escaños no responda a una mayoría absoluta de votos totales. En las autonómicas catalanas de 2012, CiU y ERC sumaron 71 escaños de 135, mayoría absoluta sobrada, y sólo el 44% de los votos en unas elecciones con un 30% de abstención. Unos resultados parecidos a los de 2010, 72 escaños y 45% de los votos. Sólo una mayoría absoluta, muy absoluta, de escaños y de votos totales en elecciones con alta participación respaldaría política y puntualmente la pretensión independentista sin por ello producir consecuencias constitucionales y jurídicas. Con los datos que hoy se conocen esos resultados no están al alcance de los independentistas y entonces, si ganan con escaso margen, ¿qué gobierno y con qué programa gobernará los próximos cuatro años si, según su planteamiento, sus votantes no han elegido a partidos ni han respaldado programas de gobierno?