Hace unos veinte años, y para asombro de mis conocidos, decidí matricularme en un programa de posgrado que versaba sobre la Unión Europea. Asombro, seguramente, por dos cosas. La primera porque yo venía de una formación, hasta entonces, bastante alejada de las facultades de Derecho. Y, la segunda, porque parecía un tanto extraño el interés por tal temática, por ser ajena a lo que podríamos llamar el interés general, mucho más orientada a su ámbito técnico propio. Lo cierto es que sí, seguí el curso completo, en el que disfruté mucho, seguramente porque era bien distinto aquello a las materias a las que yo estaba más acostumbrado. Fue un año académico en el que, todos los viernes en sesiones de mañana y de tarde, nos veíamos en la facultad de Derecho personas muy dispares, y juntos tratábamos con expertos y ponentes cuestiones que, en mi caso, eran con frecuencia muy nuevas.

Recuerdo que el reto que yo me había puesto al comenzar el curso fue algo así como intentar descubrir qué era verdaderamente la Unión Europea, intuir cuál era su alcance y, sobre todo, saber hasta dónde podría ser desarrollado el sueño de Jean Monnet y otros europeístas convencidos, como Robert Schuman. Todo ello en un contexto complejo, donde no deben olvidar ustedes que el corazón de Europa había sido rasgado por la cruenta guerra de Los Balcanes, terminada en ese mismo año 1995, y donde la construcción del marco común aún no contemplaba las actuales realidades de la puesta en marcha física del euro (2002), o incluso de la familiarización con las consecuencias del Acuerdo de Schengen que, aunque databa de 1985, no entró en vigor hasta diez años después, también en 1995. Me picaba la curiosidad por entender qué era aquel entramado legislativo, administrativo y económico en el que España se había metido, y que creía que podía significar un nuevo mundo de oportunidades, retos y aproximaciones a la realidad.

La Unión Europea, con todo, era entonces un hervidero de posibilidades donde se mezclaban las posiciones de máximos, que las había, con las reticencias -ya en aquel momento y durante todos estos años, perdurando hoy- de países menos orientados a una unión efectiva en cada vez más aspectos. Pero eran años ilusionantes, porque había mucho que aún estaba por venir y, mejor o peor, se entendía que el sueño europeo no iba a caer en saco roto. Y, supongo, yo me había contagiado de aquel espíritu europeo, que se fue reforzando durante las diferentes partes de aquel curso de especialización.

Hoy, mirando las noticias sobre la absoluta falta de acuerdo entre los diferentes países a raíz de la crisis de las personas que llaman a la puerta europea, muchos de ellas en situación de solicitud de refugio político, materia regulada y protegida desde el Derecho Internacional y el mandato de Naciones Unidas, la pregunta que me hago es la misma con la que inicié, no sin cierta candidez, mis estudios europeos. ¿Para qué sirve la Unión Europea, si ni siquiera es capaz de ponerse de acuerdo en cómo dar una respuesta conjunta a una realidad lacerante a la que no se puede despachar mirando para otro lado? ¿Para qué sirve, pues, si tras años de camino conjunto las políticas más sensibles del ámbito exterior siguen teniendo un enorme grado de discrecionalidad por parte de cada uno de los países miembros? Y, sobre todo, ¿para qué sirve la Unión Europea, si el grado de coherencia de las decisiones ejecutivas tomadas en momentos críticos -como este- es nulo?

Pues esta es la reflexión que hoy les traigo y que se asoma a esta ventana, no sin cierto pesar por mi parte. Y es que veo con preocupación que Europa, moneda común aparte con sus consecuencias buenas y malas, no deja de producir tensiones a poco que se pulsen sus cuerdas para ver cuál es la armonía de todo el conjunto. La propia Angela Merkel, creo que con buen criterio, habla estos días de suspender Schengen si los socios europeos no asumen su responsabilidad -que la tienen, legal y moral- con los solicitantes de asilo político provenientes de realidades incandescentes, como Siria o Iraq, a las que aludí en un artículo de hace unos días. En este estadío se encuentra la Europa que a mí me sedujo y que ahora parece ser, más allá de un simple mal mercado, solo la sombra de lo que pudo ser en materia de construcción común.

Y es que si una idea me quedó clara de aquellos días de inmersión en la Unión Europea y, a la postre, en Europa, es que esta, como no siga un verdadero camino de entendimiento e integración, continuará en la inexorable senda de pérdida de peso político, económico y social en el conjunto de los países del mundo. Si no hay una política exterior común y una toma de posición de tal índole en los principales asuntos que se dirimen hoy en el globo, la Unión perderá toda influencia. Y si no hay una voz común que afronte problemas humanitarios como los que hoy tenemos en la puerta de casa, los valores cultivados durante siglos y que han conformado una realidad diferente y basada en los derechos de la persona y los deberes del ciudadano, no tendrán la fuerza que hace falta para ser contados al mundo. El presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, se ha quejado de eso en estos días. La Comisión habla de clasificación como "tema europeo" para la inmigración y, en particular, para el aluvión de personas con posible estatus de refugiados políticos que llegan a nuestras fronteras. Los veintiocho siguen viendo esto como un tema nacional de cada uno y, salvo honrosas excepciones como la alemana, miran para otro lado... Así las cosas, ¿para qué sirve la Unión Europea?