Buenos días de nuevo, ya metidos en un mes de septiembre que ha ahuyentado definitivamente a un turismo tocado por un agosto pasado por agua, y que promete días felices de sol tardío. Aquí estamos, continuando la apasionante singladura de nuestra vida, a golpe de coincidencia con los protagonistas de otras peripecias vitales, como todos ustedes. Allá vamos.

Y hoy lo hacemos con el tercer artículo dedicado al mismo tema, con diferentes matices. En el primero, Refugiados, con mayúscula hablábamos de la atroz crisis humanitaria que se desarrolla a las mismísimas puertas de Europa, con poco eco y menos acción de la necesaria y precisa. En el segundo, ¿Para qué sirve la Unión Europea?, reivindicábamos un papel mucho más activo de la Unión como tal, por encima de las veleidades de cada estado o, directamente, de posiciones contrarias al derecho internacional, como la expresada sin ambages por el primer ministro de Hungría. Hoy, tercer artículo, en el que es inevitable hacer una alusión a una foto que conmovió al mundo. Se trata de Aylan, chavalillo de tres años, muerto en una playa como consecuencia de esa misma huida desesperada. Como tantos otros pero, por la magia de la técnica y la viralidad, ahora presente en nuestros pensamientos.

Este artículo expresa una profunda y ya antigua dualidad, muy íntima, que trataré de compartir con ustedes. Por un lado, la del ortodoxo de los códigos éticos y la comunicación sobre la fractura social y el tipo de mundo que estamos fabricando. Pero, por otro, la del comunicador práctico, que ve como lo primero a muchas personas no les llega y que, a pesar de lo que muchos escribimos y tratamos de transmitir, no es mucho más que papel mojado.

Porque miren, la foto de Aylan boca abajo en el agua, en una playa turca, es horrorosa. Transmite desesperación, horror y dramatismo, y no resistiría el filtro del código ético y de buenas prácticas de cualquier organización que se precie, ni de medios de comunicación medianamente serios y rigurosos. Es terrible. Como tal, yo no la utilizaría. En multitud de ocasiones en las que, en diferentes seminarios temáticos o en mis clases durante años en el Máster de Cooperación y Voluntariado de la Universidade de Santiago era tajante con ello. El sector humanitario y de desarrollo y las coordinadoras autonómicas y estatal de ONGD son también claras en ese ámbito.

Sin embargo, muchos estaban y estábamos avisando desde hace tiempo de lo que ocurre en el Mediterráneo, y nada cambia. La UE trata de dar pautas, muchos países miran para otro lado y la ONU, simplificando, se desespera sin que se le haga demasiado caso. Y, mientras, personas susceptibles de ser considerados verdaderos refugiados de guerra, políticos o por motivos humanitarios, mueren a porrillo. Aparecen boca abajo en cualquier playa, se ahogan hacinados en un camión o en la bodega de un barco o son masacrados, directamente, por las partes que luchan, sin miramientos con la población civil. Esta, como siempre, es la que se lleva la peor parte. Personas que salen de sus casas, o de lo que queda de ellas, con lo puesto. Exactamente como lo hubiéramos hecho usted o yo. Es la muerte o un futuro incierto, y la decisión está clara.

Avisamos, pero nadie nos hace caso. Y la actualidad, a poco que uno vea el devenir de las tendencias de Twitter, es efímera y enseguida mira para un golazo o a las propuestas más frescas del verano. Y, mientras, no hay cambios. Unos siguen muriendo y otros haciendo como que no pasa nada.

Aylan y su familia, sin saberlo ni quererlo, han cambiado un poco el paradigma. De repente se nos ha metido en casa ese niño entrañable que bien podría ser nuestro Josete o nuestra Malenita. Un niño. Un inocente. Pero con el pequeño detalle de estar boca abajo, mecido por las olas en un cariñoso arrullo del que, lamentablemente, no despertará. Y entonces es cuando sí, cuando estallan las redes sociales unos días, pareciendo que nadie hubiera explicado ya claramente qué pasa en determinados avisperos de la Humanidad y por qué. Y esa información, sin embargo, está a disposición de nuestra supuestamente bien informada sociedad.

Estoy de acuerdo en que una imagen vale mucho más que mil palabras. Pero, créanme, no hace falta que ustedes vean la foto, la evidencia -como Santo Tomás- para ser conocedores de hechos que cuentan fuentes fidedignas y que son parte de nuestra cotidianeidad. Muchos mueren, víctimas de guerras y enfrentamientos crueles y despiadados, cuando sólo pasaban por allí. Le ha ocurrido ahora al pequeño muchacho que ha provocado un nudo en la garganta de tantas personas de bien en nuestro entorno. Y le sigue pasando, en tiempo real, a muchos niños y niñas, hombres y mujeres, que son diezmados en cada minuto por intereses siempre, a la postre, de naturaleza económica. Es el mundo que hemos creado, aunque algunos nos resistamos a ello y hayamos firmado nuestro propio código ético y de buenas prácticas.

Por eso hoy tengo sentimientos encontrados con esa foto. El académico José Luis cree que tal tipo de imagen no procede. Y el comunicador José Luis, sin embargo, cree haber encontrado en ella un recurso mágico -y también terrible- para que muchas más personas, por fin, entiendan lo que está pasando, y que podría estarnos ocurriendo a cualquiera de nosotras o nosotros. ¿Es este el mundo que queremos? ¿Compensa tanta barbarie? ¿A quién y por qué?

Lo siento, Aylan. Lo siento, tantos seres anónimos. Esta mierda es la que hemos creado, y vosotros sois ahora sus víctimas. La evidencia cruda de su martirio, ahora en technicolor, ¿servirá para que cambie el paradigma? Ojalá, porque si no, ya no sé cómo podrá producirse tal necesario avance en materia de defensa de los derechos más básicos de tantos seres humanos.

A veces creo, sinceramente, que todo es ya irreversible, y que estamos perdidos... Pero no podemos dejar de soñar, de actuar y, por supuesto, de seguir contándolo...