La noticia da que pensar. Una asociación ecologista, con sede en A Coruña, ofrece una recompensa a quien dé información fidedigna que facilite la detención de los autores materiales de incendios forestales como el de Cualedro, en Ourense, que días atrás arrasó más de tres mil hectáreas y, por su extrema virulencia, puso en jaque al operativo de extinción y a los habitantes de varias aldeas. La iniciativa no es del todo nueva. Arco Iris, que así se llama la entidad, la formuló por vez primera hace un par de años, con ocasión del desastre del Monte Pindo. Ahora la reactivan, después del negro final de verano que están padeciendo los montes gallegos. Y porque siguen creyendo en ella y esperan resultados prácticos.

Esta vez ponen sobre la mesa diez mil euros de su modesto presupuesto, porque no reciben subvenciones ni públicas ni privadas. Con ello esperan animar a quienes, por miedo puro y duro o simplemente por no buscarse problemas, sobre todo en pequeños núcleos de población se conoce todo el mundo, no colaboran en la lucha contra el terrorismo forestal, a pesar de que saben quién prende fuego al monte o tienen pistas sólidas para dar con los incendiarios. Porque lo que este grupo ecologista tiene claro, como la mayoría de los expertos, es que hay una clara intencionalidad en la inmensa mayoría de los incendios y mucha gente en las zonas afectadas sabe de quién es la mano que prende la mecha.

Dicen los de Arco Iris que lo suyo es un gesto, una llamada atención desde la sociedad civil a las autoridades gubernamentales y judiciales. Se trata de abrir camino en el intento de conseguir, en el ámbito de los delitos medioambientales, la colaboración ciudadana, incentivándola económicamente, como al parecer ya hacen en otros países. Pretenden en última instancia que, más allá de la satisfacción moral de cumplir con un deber cívico, al delator le salga a cuenta dar el chivatazo. En ningún caso el confidente recibirá un euro hasta que el delincuente no dé con sus huesos en el banquillo y sea condenado, porque esa es la única forma de verificar la autenticidad de la delación.

En definitiva, se trata de conseguir a golpe de talonario delatores dispuestos rasgar el manto complicidad que en el rural gallego encubre a quienes cada verano, por las razones que sea, perpetran un desastre ecológico cualitativamente tan o más grave que el ocasionado en su momento por el accidente del Prestige. Hasta por ver si a la hora de la verdad la idea funciona, pero lo que está claro es que motu proprio, sin incentivos materiales, la colaboración ciudadana brilla por su ausencia. Cuando los investigadores policiales llegan al lugar donde se inició el incendio y preguntan a sus habitantes, resulta que nadie vio ni oyó nada. Esa es la tónica general, con escasos y meritorias excepciones.

Y aunque la policía no es tonta, lo tiene punto menos que imposible a la hora de aportar a los jueces testimonios que avalen las sospechas o indicios que les llevan a detener a los presuntos incendiarios, por cierto, muchos de ellos contumaces y reincidentes. La reincidencia viene propiciada en considerable medida por la sensación de impunidad que genera saber que pueden contar con un silencio protector en el entorno en el que viven. Es lo que ya está dando en llamar "omertá" rural, que funciona no solamente en la Galicia profunda, sino también a un par de kilómetros del centro de las ciudades. Por eso está fuera de discusión que el monte arde porque hay quien le prende fuego, pero también porque a los gallegos parece no importarnos que unos desalmados lo quemen. Miramos para otro lado, y no colaboramos en que caiga sobre ellos el peso de la ley, ni siquiera cuando las llamas se acercan a nuestras casas o a nuestras fincas.