Si las reformas constitucionales, dos en treinta y ocho años, se hicieron por exigencias europeas, las de las leyes orgánicas se hacen cuando un gobierno tiene mayoría absoluta y toma la iniciativa con imbatible determinación. Ocurrió con la ley orgánica de partidos de 2002 que Aznar decidió reformar para dar cobertura legal a la ilegalización de Batasuna avalada luego por el Tribunal Supremo, el Constitucional y el Europeo de Derechos Humanos. La reforma, paso decisivo para el fin del terrorismo, se hizo porque así lo quiso un gobierno con la mayoría absoluta necesaria y con la clara determinación de no dejar a los grupos de la oposición más alternativa que el sí o el no a su contenido central. La apoyaron CiU y CC y, tras algunas dudas pero consciente de que no podía negarse, también el PSOE, la rechazaron el PNV, BNG, EA, ERC e IU. Ante el desafío independentista de Mas, tan extremo para el Estado como lo fue el terrorismo, Rajoy ha decidido reformar la ley orgánica del Tribunal Constitucional apoyado en su mayoría absoluta y con la firme determinación de culminarla frente a toda la oposición. Para ello el grupo popular ha presentado una proposición de ley de reforma, de recomendable lectura en la web del Congreso, que proporciona al TC instrumentos, sanciones económicas y destituciones de autoridades, para que el incumplimiento de sus resoluciones tenga una respuesta inmediata y contundente sobre los incumplidores. Algo de eso recogía ya la ley orgánica pero ahora se refuerzan las facultades sancionadoras del TC. Es una iniciativa constitucionalmente correcta, bien recibida por todas las asociaciones de jueces aunque en un país de millones de juristas prestigiosísimos no falten los que gustan de negar la evidencia y enredar con bizantinismos. Ni caso. La oportunidad política de la iniciativa la respalda una mayoría parlamentaria absoluta, un aval sobrado salvo para los convencidos de que solo el consenso es democrático que han puesto, como siempre, el grito en el cielo. Se ha dicho que llega tarde y que debería haberse hecho ante los primeros incumplimientos de las sentencias del TC pero un exceso de prudencia, acaso sabia, aconsejó no hacerlo esperando que la lealtad constitucional haría rectificar a los incumplidores. No fue así y ahora la reacción estatal era obligada para prevenir incumplimientos mayores. Se ha dicho que era innecesaria la reforma porque ya el Código Penal castiga el incumplimiento de las resoluciones judiciales por las autoridades, pero en noviembre de 2014 la Fiscalía General del Estado se querelló contra Mas por la consulta realizada pese a la prohibición del TC y ya ven como están las cosas. Ante la lentitud de la justicia ordinaria que sigue su ritmo la reforma de ahora quiere impedir que los incumplidores sigan a lo suyo, a incumplir. Se ha dicho también que el artículo 155 faculta al gobierno para tomar medidas contra la desobediencia de las autoridades autonómicas o en casos extremos de actuación atentatoria contra el interés general de España y podría haberse empleado en lugar de lo que podría considerarse una instrumentalización política del TC. No es así porque será el propio TC, no el gobierno, quien decida si emplea los instrumentos de los que ahora dispone. En todo caso, es seguro que el gobierno dispondrá del artículo 155 que, además, no exige desarrollo legal, si el desafío fuese a más. Y, finalmente, ¿alguien pensaba que ante el desafío extremo de Mas el Estado iba a permanecer sentado o peor aún, que estaba atado de pies y manos por el ordenamiento jurídico y el buenismo democratista? Lo dicho, la reforma es un acierto redondo.