Es comprensible. Con el paso de las horas, crece el disgusto de cientos de ciudadanos, compostelanos y forasteros, a los que la gran tractorada entorpece, cuando no impide, la entrada y salida de Santiago a bordo de sus automóviles. La cosa acaba en cabreo mayúsculo cuando el desplazamiento es de rigurosa necesidad, sin itinerario alternativo. Y aún puede ir a peor si encima se encuentran, como ocurrió en algún momento, con los responsables de los piquetes en actitud intransigente, queriendo hacerles partícipes a la fuerza de una reivindicación con que tal vez hasta ese momento simpatizaban, pero de la que no están dispuestos a ser rehenes forzosos, sin culpa ni pena. En más de un caso están saltando chispas.

Es el precio que hay que pagar por la capitalidad, dicen algunos ante movidas como esta. Mejor que nadie lo saben, desde hace treinta y tantos años, los sufridos santiagueses. Toda protesta que se precie, y quiera alcanzar un amplio eco mediático, necesariamente ha de tener por escenario la capital de Galicia, en concreto un manifestódromo tan virtual como habitual, que va del Ensanche a San Caetano. Compostela es donde radica el poder autonómico, el político y el administrativo, y al mismo tiempo, la ciudad en la que, por eso mismo, tienen la cabecera gallega o una potente redacción regional periódicos, radios, televisiones o los principales portales informativos digitales.

Claro que, como el modelo galaico contempló en su día el reparto de sedes -aunque solo fuera mirando al norte y a la teima del coruñesismo, dado que Vigo no dio esa tabarra-, en A Coruña no son infrecuentes las protestas tipo concentración o manifestación con meta en la Delegación del Gobierno, sobre todo cuando la movilización es contra Moncloa, o mucho más esporádicamente ante el edificio del Tribunal Superior de Xustiza. Los coruñeses no saben bien de lo que se libran en ese orden de cosas al no haber logrado la ansiada capitalidad. En días como estos, en lo que vivir o trabajar en Santiago se convierte en un pequeño calvario, deberían tener presente hasta qué punto es verdad que, a ciertos niveles, no hay mal que por bien no venga.

Los observadores más o menos imparciales advierten con preocupación de que esta tractorada de septiembre de 2015 cuenta con la simpatía, por activa y por pasiva, de los poderes públicos, tanto de la administración central y autonómica como del nuevo poder local. Es como si hubiera una cierta connivencia. De ahí que, a diferencia de lo que sucedía en los años ochenta y noventa, se permita a los ganaderos crear considerables problemas de movilidad estos días en Santiago sin que los agentes policiales hagan otra cosa que vigilar discretamente en puntos estratégicos para que nadie se extralimite y, eso sí, evitar roces o incidentes entre tractoristas y automovilistas, con evidente menoscabo de los derechos de estos últimos.

El problema del lácteo gallego viene es viejo. Viene de muy atrás. Es como si estuviera inscrito en su código genético. Cada cierto tiempo, de manera cíclica, se registra una crisis, que sin llegar a la gravedad de la actual, coloca a los productores en una situación límite por la bajada de precios en origen, que llegan a situar por debajo de los costes de producción. Y muchos se fueron quedando por el camino. La forma de reaccionar, protestar y reivindicar soluciones, a base de convocar tractoradas, sitiar ciudades y bloquear carreteras con sus tractores, también se va quedando un tanto anticuada en la era de internet, la web y las poderosísimas redes sociales. Es la misma de hace muchas décadas. No ha evolucionado nada o casi nada, como la propia configuración general del propio sector, según advierten los expertos. He ahí una de las madres del cordero, o de la vaca, en esta enésima crisis, que seguramente tampoco será la definitiva. Si no, al tiempo.