Hablo estos días con algunas personas vinculadas a grandes agencias humanitarias que gestionan campos de refugiados y hospitales en diferentes países. Leo, complementariamente, el testimonio de otras personas también vinculadas a este ámbito temático. Y, en todos los casos, lo que se me transmite es una profunda tristeza. ¿Por qué? Por lo acaecido estos días en Kunduz, Afganistán, después de que un hospital de Médicos Sin Fronteras fuese bombardeado por aviones de la Fuerza Aérea Estadounidense, con dramáticas consecuencias. En el momento de escribir este artículo han fallecido 22 personas, aparte de 37 heridos de diversa consideración. Doce de los asesinados eran trabajadores de la organización humanitaria. No es necesario apuntar, pero lo hago por si a alguien le cabe alguna duda, que lo ocurrido es una flagrante violación del Derecho Internacional Humanitario. Y, cuanto más vueltas se le da a la cuestión, más claro queda.

Miren, conozco muy de primera mano esta temática, y les puedo asegurar que quien ha optado por salir a aportar su técnica, su conocimiento y su entrega a cualquiera de estos avisperos de la humanidad, sabe perfectamente a qué se enfrenta y cuáles son los riesgos. Conozco a alguien que fue apaleado durante días en Ruanda, en el contexto de las crisis de los noventa, y que sólo por la mediación de una persona con especial importancia en la región fue arrebatado de una muerte horrible y segura en la que ya estaba casi sumido. Sé de personas que fueron asaltadas, vejadas, lastimadas y que, por aquello del destino, a última hora pudieron revertir una situación verdaderamente angustiosa. He podido escuchar de tú a tú historias de lugares en los que una vida vale menos que un cigarrillo, y donde un arma -quizá de fabricación europea- convierte en un dios a un niño de once años con el cerebro totalmente destruido por las drogas y el alcohol. Estas personas, las que aceptan un reto en su vida que les llevará a Afganistán, a Siria, a Iraq, a la franja siempre caliente entre Somalia y Etiopía, o a la siempre inestable región de Grandes Lagos, saben qué hay allí, y cuál puede ser su destino si las cosas vienen mal dadas. Es parte de su profesionalidad y de sus riesgos medidos, sin más.

Lo que no aceptan estas personas, y yo tampoco, es que su muerte o la de sus compañeros sea apuntada en la cínica nómina de los "daños colaterales", tal y como desde algunas instancias de poder, que tienen mucho que ver con las armas que generan y perpetúan los conflictos, se insiste en llamarles. Eso sí que da rabia, y mina y hasta destruye la lógica de apoyo y humanidad que estas organizaciones aportan, y que casi siempre es la única opción disponible para el que sufre, para el que está desplazado o para aquel que lo ha perdido todo. Que te maten en medio del gran nivel de violencia presente, pase. Es algo que siempre puede ocurrir y que a veces, lamentablemente, sucede. Pero que vengan los de fuera y te maten en una operación perfectamente calculada, para que luego figures como mero daño colateral, no. Ni de broma.

Las posiciones de los asentamientos humanitarios, y máxime cuando hablamos de relativamente grandes hospitales o centros de apoyo, atención o campos de refugiados, están marcadas en todos los mapas, y de ellas se comunican constantemente sus coordenadas. Cualquier célula de inteligencia las conoce, y si uno apunta allí sus complejísimos sistemas de disparo, no es por casualidad ni por aquello de darle a todo lo que se mueve. Los objetivos selectivos son cotejados con sistemas de gran precisión, a partir de informaciones seguras. No es casualidad ni error, y es un insulto que pretenda ser disfrazado como tal.

No es la primera vez que ocurre, ni será la última. Parte de la acción de destruir al contrario pasa por el ataque a los agentes sociales que apoyan a desplazados, heridos y personas que sufren. En las grandes lógicas de guerra la muerte de unas docenas de personas no importan si ayudan a conseguir objetivos prefijados. Así ha sido siempre, y así es y será. Quien decide poner en marcha operaciones de millones y millones de dólares, no repara en vidas humanas. Y, a pesar de la clara legislación internacional al respecto, si algo o alguien en el plano social molesta, se le saca de en medio con pocos miramientos.

Nuestro deber, como personas de lo social y como comunicadores, es condenar las causas estructurales por las que siguen activos determinados puntos calientes en el planeta, al tiempo que se consolidan otros nuevos. La guerra es una industria, y las escasas multinacionales que se disputan la totalidad del pastel están ávidas de dinero. Cuanto más, mejor. Colocan a sus cúpulas en los entresijos de la política, doméstica o internacional. Y las vías dialogadas, pactadas y que buscan el mantenimiento de la paz ante todo, muchas veces son el enemigo común de todas ellas. Son horas bajas para la lírica.

Nuestro deber, como personas, es atender al que sufre. Y por eso organizaciones como MSF intentan dar el do de pecho cada día en su labor humanitaria. Aunque a veces una ráfaga se lo reviente, o una bomba que fingía ir para otro lado, sin convencer a nadie, cercene su praxis y, con ella, la vida de todos los que pasaban por allí.

Lo siento. Lo siento mucho, amigos. Sólo queda recoger los restos, recordar con amor a los caídos y mirar hacia adelante.