Cuando, después de aquel trucado Espanya ens roba, los ciudadanos ya no creíamos que el nacionalismo pudiese ultrajarnos más gravemente, la Candidatura d'Unitat Popular propone para Cataluña una "presidencia coral". Como si esta pejiguera malsana que el país entero lleva soportando por años, como si esta murria eterna, fuera música amena, deleitosa canción.

Así estamos y así seguimos, en buena medida porque, mientras la derecha andaba a las plusvalías -andaba a lo suyo-, la izquierda española asumió como propio el principio político según el que un grupo numeroso y activo de personas podría sin más despojar de sus derechos a otras personas -tantas o más- que no compartieran con él rasgos y ensoñaciones: una lengua, un pueblo, una nación, un estado.

Es la misma izquierda que, para reforzarlas, nunca quiso saber que las políticas identitarias son máquinas de poder al servicio de las élites, con que siempre se vinculan, para alumbrar sociedades conformes.

Por alguna razón, la izquierda nuestra -que aún hoy se muestra equidistante y "tercerista"- ha sido siempre benevolente -cómplice, a veces- con el tóxico relato nacionalista.

Incluso Podemos, cada vez más sólo una "estética pastoral" o una prédica sin laboreo, parece conformarse con reciclar a Beiras Torrado -firmante en su día de la Declaración de Barcelona-. Medrosa y acobardada ante el delirio nacionalista, la formación podemita se opone a quienes quieren acabar con el Estado del Bienestar, aliándose confusamente con quienes pretenden destruir el Estado, el único que a través de la justa redistribución podría garantizarlo.

Acaso porque se aferra a una foto fija, a una imagen "congelada" de la Transición, la izquierda piensa todavía que España -su invocación, sus símbolos, su lengua común- es "cosa de fachas" y enceguecida por luminarias de la talla de Rodríguez Zapatero y de Pajín, no ha sido capaz de ver que no tiene España un problema con Cataluña -¿qué más podríamos hacer aún por ella los demás españoles?-.

Son los derechos civiles -de naturaleza individual y no colectiva-, son la libertad y la justicia, la democracia y el progreso, los que tienen un problema con el nacionalismo.

Por eso tiene España problemas consigo misma. Hay mucho que hacer para que mejore toda ella, para rescatarla y regenerarla también en Cataluña. Mucho, desde luego, que será mucho más sin el concurso de una izquierda cabal.

No se trataría tanto de promover múltiples y acomodadizas reformas de la Constitución vigente ni de promulgar infinidad de leyes, cuanto de que se cumplieran las existentes y de que funcionasen correctamente los órganos de supervisión y control.

Por ejemplo, parece indudable que sería necesario acometer una reforma de la Ley electoral -hoy un sistema proporcional muy injusto-, que contemplase abrir las listas, establecer una segunda vuelta, limitar mandatos y reducir drásticamente los aforamientos.

Asimismo habría que reponer una separación de poderes, total y real, para garantizar la independencia, absoluta e indudable, de jueces y tribunales. ¿Cómo no está Rato en prisión y sí lo estuvo aquella pobre abuela canaria? ¿Cómo puede juzgar a Bárcenas el magistrado López? Urge despolitizar el Poder Judicial que, tras la ebriedad de una mayoría absoluta, Alfonso Guerra colonizó en su día con el argumento sesgado de que todos los poderes del Estado debían reflejar la voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas. Ni que decir tiene que la trampa prosperó porque los sucesivos gobiernos se sintieron muy complacidos por el regalo socialista.

Además, hay que impedir el uso patrimonial y arbitrario de las instituciones. Y si las medidas adoptadas no aliviaran la indecencia, habría que perseguir la corrupción con procedimientos suplementarios hasta hacerla sencillamente imposible. Somos una sociedad enferma y no podemos permitir que haga estraperlo con ella quien sea responsable de nuestro Banco de Sangre.

Hay que ocuparse del empleo. De los beneficios de las empresas pero también de la justedad de los salarios. Hay que atender a los ciudadanos más desatendidos con obras -que son amores- más que con buenas razones. Porque no todo va bien si no va bien para todos.

Por último, hay que reconsiderar el modelo de escuela y concordar una escuela pública que corrija desigualdades, una escuela pública que redima. Una escuela pública que no abandone a los humildes exactamente en el mismo lugar donde hace años los encontró. Pero también ha de ser ésa, una escuela que, lejos de este furor utilitarista o "pragmatoide" -como dijo el sabio-, aprecie las Humanidades y que, para consuelo y solaz de los ciudadanos, sepa transmitirles que la Literatura y el Arte y la Filosofía, cuando no salvan la vida, ayudan a vivir mejor.

Mas todo será nada si la izquierda española, dilapidando tiempo y energía en su constante ir y venir del caño al coro y del coro al caño, permaneciera en ese éxtasis dulcísimo, en ese arrebato místico, en ese orgasmo cósmico al que la ha llevado siempre la música nacionalista.

Porque la izquierda española no quiere saber -nunca quiso saberlo- que ese coro que la embelesa no es el coro de los esclavos de Nabucco precisamente. Acaso ni siquiera es canción sino cáncer. Un cáncer que si en el cuerpo no se advierte, arrasa miserablemente el alma.