Dentro de un año los gallegos volveremos a elegir setenta y cinco diputados autonómicos. Feijóo y Rueda acaban de aparcar definitivamente la propuesta de reducción del hemiciclo del Pazo do Hórreo a sesenta y un escaños, porque ya no la consideran prioritaria y ante la imposibilidad, aducen, de llegar a un acuerdo de mínimos con alguno de los grupos de la actual oposición. El carpetazo estaba más que cantado casi desde el momento en que los populares anunciaron que en ningún caso la aplicarían hasta después de las elecciones de 2016. De hecho, el asunto ya llevaba tiempo fuera de la agenda política gallega. Había dejado de ser objeto de debate ni de controversia, a pesar de que formalmente el proyecto de ley seguía su tramitación parlamentaria y aún había tiempo material para aprobarlo en pleno, si el actual gobierno gallego le siguiera interesado de verdad.

El aumento de tamaño de la Xunta tras su remodelación a fondo -que, de paso, le hizo ganar peso político- anticipaba el principio del fin de la aplicación rigurosa de las políticas de austeridad a la estructura de las instituciones políticas. Sería incongruente jibarizar el legislativo al tiempo que se desdoblaban consellerías en el ejecutivo, aunque no se incrementaran las secretarías, ni las direcciones generales. Una vez decretado el fin de la era de las vacas flacas, un ahorro de un millón doscientos mil euros al año, que es lo que, por lo alto, suponía la reducción de diputados, no sería percibida del mismo modo por la ciudadanía que cuando se planteó por primera vez, en 2011, en plena crisis.

Feijóo en el fondo no ha cambiado de opinión. Sigue creyendo -y lo dice en voz alta- que el trabajo político del grupo que soporta al gobierno y de la oposición lo pueden hacer perfectamente sesenta y un señorías. Le falta añadir que sería cuestión de que trabajaran algo más, sobre todo los parlamentarios de las minorías, para atender sus obligaciones en el Parlamento y en sus circunscripciones. Y tampoco oculta que le sorprendió que ni siquiera los socialistas, no digamos ya AGE o el Bloque, estuvieran dispuestos a negociar los términos concretos de la disminución del número de actas de la cámara gallega. Porque haber, había margen para un acuerdo, suprimiendo menos escaños o, en su caso, replanteando la distribución por provincias, ahora muy favorable a los feudos tradicionales del PP. Algún que otro gesto hubo en esa dirección, bien recibido, por cierto, por una parte de las filas socialistas.

Sin duda, el presidente de la Xunta y sus lugartenientes también habrán aprendido la lección de Castilla-La Mancha. Porque fue lo que se dice de libro. Allí, su entonces presidenta, Dolores de Cospedal, se empecinó en recortar el tamaño del Parlamento regional contra viento y marea antes del 24-M. No solo no se benefició electoralmente de la medida, si eso es lo que pretendía, sino que al parecer se le volvió en contra a la hora de la verdad en determinadas y decisivas circunscripciones. Según los analistas, tuvo un efecto perverso multiplicando el retroceso del PP, por el diferente valor de voto en una u otra provincia.

Lo sorprendente, y paradójico, es que la oposición haya sido casi tan crítica con la retirada como lo fue en su día con la presentación de la propuesta reductora. Se diría que les escuece que el PP, perseverando en el supuesto error, no haya ido hasta el final, convencidos como parecían los grupos opositores de que buena parte del electorado penalizaría la iniciativa por oportunista y ventajista. Lo que ya sabían es que, hechas las pertinentes correcciones territoriales, los efectos reales en la correlación de fuerzas de O Hórreo serían escasos o casi nulos. O sea que el daño para ellos iba a ser mínimo, a no ser en el ámbito económico-financiero, al recibir en sus famélicas arcas partidistas menos dinero que ahora para sostener la maquinaria que manejan los respectivos "aparatos" (y a perro flaco, todos son pulgas).