A dos meses de las generales no están claras las apuestas ni mucho menos y parece que los partidos hubieran nacido ayer de lo revueltos que tienen sus patios respectivos. Siempre fueron las vísperas electorales tiempos de disciplina en los cuarteles de los partidos y de silencio absoluto sobre la elaboración de las candidaturas, el momento cumbre en la vida interna de las organizaciones. Eran tiempos en los que nadie ponía en duda el dogma: lo que más castiga el votante, el nuestro de siempre y el que se nos acerca dejando atrás anteriores preferencias, son las peleas internas. Las había, obviamente, pero el líder, sabiendo los miles de votos que podía costar que trascendieran, se esforzaba al máximo en impedirlo. Pedía o imponía silencio al respecto y conseguía que la foto de familia transmitiera armonía y buen rollo. Con eso no se juega. A dos meses vista del 20 de diciembre los partidos, en aras no sé si de la democracia interna, de la democracia participativa y deliberativa, de las primarias, de la transparencia o de qué nuevo principio que exige resolver las diferencias a gritos en medio de la plaza mayor con televisiones y grabadoras echando humo para entretenimiento de periodistas y chismosos, parecen formaciones inexpertas en esto de las elecciones. Con un poco de paciencia y de memoria cualquier lector interesado puede seguir los cambios, giros completos a veces, en los discursos de este partido o del otro; las críticas y descalificaciones de ayer y los abrazos de hoy entre formaciones menores o no tanto que ayer se despellejaban; las incorporaciones a las candidaturas de quienes hasta hace poco bramaban contra el partido que hoy les acoge amoroso y, en fin, podrá seguir aunque a veces con muchas dificultades las promesas cambiantes sobre futuros apoyos a tirios o troyanos. Creo que parte de este alboroto general tiene una doble explicación: la presencia continua en los medios obligada en nuestra sociedad mediática que no consiente intimidades ni en los individuos, ni en las familias, ni en los partidos y el consumismo frenético que también lo es de políticos, de partidos y de política en general. De usar y tirar.

En parte, sin embargo, el alboroto lo producen los propios partidos. Unos más que de otros, en efecto. En el PP no hay problemas de liderazgo aunque adversarios y chismosos los busquen desesperadamente convirtiendo un rifirrafe o un patinazo en la mecha prendida de la implosión definitiva. Se leen comparaciones con lo ocurrido en UCD hace ya treinta años pero no creo que la comparación venga al caso porque el PP es la única organización solvente y sólida en el espacio de centro y conservador. En la izquierda las cosas son distintas. Desde luego en el campo que, huérfano de las formaciones tradicionales, se ha ido sembrando de nuevas siglas y líderes desde las municipales y autonómicas. No sabemos lo que dará de sí la cosecha electoral entre tanto competidor novato pero conviene exigua. En su propio partido Sánchez no acaba de apaciguar al personal ni con las listas ni con las propuestas para después del 20 D. Necesitamos que lo consiga. Rivera dirá si se ha terminado el bipartidismo o si, simplemente, Ciudadanos lo va a reforzar aunque en uno de los grandes bloques, en cuál de los dos solo lo sabe Rivera, deban convivir dos siglas propietarias en vez de la de siempre. No importa demasiado mientras se restaure el bipartidismo que algunos ven aburrido y hasta antidemocrático. Tras el alboroto de estas semanas esa restauración es lo que importa por lo mucho que nos jugamos los próximos cuatro años.