Uolver, con la frente marchita..." entonaba con su voz inconfundible el argentino Carlos Gardel, en un tango cuya letra continúa con aquello de "... que 20 años no es nada, que febril la mirada..." Una canción irrepetible e inolvidable, que constituye todo un himno, y que evoca una nostalgia profunda y desgarradora. Esa misma música suena ahora mismo en mi habitación de trabajo, al tiempo que escribo estas líneas, mientras pienso precisamente en Argentina y las importantes elecciones allí de mañana y, a la vez, reflexionando sobre los graves problemas por los que pasa la población refugiada que llega en estas semanas a Europa. O abordando el tema, como paso a proponerles ahora, de los setenta años de la entrada en vigor de la Carta Fundacional de las Naciones Unidas, titulando esta columna -parafraseando el tango, con la venia del maestro Carlos Gardel y del autor de la letra de Volver, Alfredo Le Pera- Setenta años son nada.

Corría el año 1945. Ya saben ustedes qué pasaba por aquel entonces en Europa y, sobre todo, qué había pasado en los años anteriores. Fue entonces cuando, el 24 de octubre, entró en vigor la Carta, que ya había sido aprobada en junio de ese mismo año, el 26, en un acto al término de la Conferencia de Naciones Unidas sobre Organización Internacional, en San Francisco. Son diecinueve capítulos y un preámbulo, creados con el noble fin de unir esfuerzos en la construcción de la paz o de promover la prosperidad internacional. Y todo ello con una visión, como actualiza hoy Ban Ki-moon, actual secretario general, de trabajar para una familia de siete mil millones de seres humanos y cuidar de la Tierra.

Una familia que, por lo que parece, no acaba de estar bien avenida. Se mantienen conflictos enquistados en puntos muy calientes de la Humanidad, mientras que la presión del poderoso Caballero Don Dinero -muchas veces con inocentes actores agazapados tras complejas redes de lobbies, fondos de inversión y sociedades de cartera, pero cuya voracidad provoca estragos- sigue generando escenarios de tensión y violencia. Petróleo aquí, gas allá, diamantes, posición geoestratégica o yacimientos de columbita-tantalita son algunas de las últimas derivadas de verdaderos genocidios disfrazados de conflictos tribales, que en realidad sólo responden a razones económicas, sin más. Una motivación tan clara y diáfana como la que lleva, por ejemplo, a determinadas prácticas agrícolas globales, cultivos industriales megaextensivos que se tragan, literalmente, las posibilidades de comer de pueblos enteros.

Y todo ello ocurre en un momento sin parangón en el campo tecnológico, que posibilitaría mejores condiciones de vida para millones de personas que sobreviven cada día casi de milagro. Pero que, sin embargo, muchas veces poco más encuentran que buenas palabras y declaraciones de intenciones en días como este, mientras que los hechos van por otro lado.

Y es que, setenta años después, es innegable que muchas cosas buenas han pasado en el planeta, con algunas mejoras globales incontestables. Pero sin que, y esto es absolutamente impresentable, se hayan abordado y solucionado ciertas realidades, territoriales o sectoriales, que provocan caos y sufrimiento para enormes colectivos de seres humanos. Personas, como usted y como yo, que sufren y son lastimadas o aniquiladas ante la indiferencia, el mutismo o la tibieza en la generación y aplicación de una normativa más clara ante el abuso. Un ámbito temático para el que fue creada, precisamente, tal Organización de las Naciones Unidas.

Setenta años ya, coincidiendo con la presidencia de turno española en este mes de octubre. Setenta años que no son nada y que más que corren, vuelan, pero que han supuesto un antes y un después en la concepción global del planeta. Un tema en el que, sin duda, hay que seguir perseverando y adoptando criterios y estrategias globales, con la idea de proteger los derechos humanos, y buscar un camino más claro hacia la equidad y la concordia, la preservación de la paz y el redoblar esfuerzos en temas tan sensibles como el clima y su evolución o los dilemas asociados a la sostenibilidad de los recursos planetarios. Ese es el lema de la ONU, su leit motiv y su carta de legitimidad ante los pueblos del mundo.