D icen que se vota mirando al futuro y no al pasado, que no se vota por lo hecho sino por lo que el votante considera que serán capaces de hacer los candidatos. Es una frase hecha porque en realidad votamos mirando al futuro pero recordando lo hecho que es lo que nos da la medida de la capacidad de un gobierno para seguir o no en su puesto la próxima legislatura.

Y eso vale tanto para el gobierno que termina su mandato como para la oposición que aspira, en solitario o en sociedad, a sustituirlo. A tenor de lo escuchado en el pleno de cierre de la legislatura, a la oposición todo lo hecho por el Gobierno le ha parecido rematadamente mal. A toda la oposición. Las descalificaciones fueron rotundas y hasta impropias de una despedida por lo duras. Pedro Sánchez resume su oposición a Rajoy afirmando contundente que el presidente miente y no es honrado. Y los demás en la misma línea cada uno desde su particular óptica. Rajoy termina deseando que Sánchez continúe en su sitio, en la oposición, por muchos años porque, dice, que carece de solvencia para gobernar. No lo creo porque la solvencia, no confundir con la experiencia que evidentemente no tiene, se va adquiriendo con el gobernar como les pasó a otros, pero es cierto que Sánchez y antes Rubalcaba desperdiciaron buenas ocasiones para cooperar con el Gobierno que es lo que cabe esperar de quien es alternativa, pero no han querido ir de su brazo nunca sino todo lo contrario. Se entiende eso en Podemos o la CUP, en el PSOE no, y sus posibilidades para el 20D habrían mejorado de haber apoyado en alguna ocasión y situación a Rajoy.

Rajoy se presenta con luces que sus colegas europeos acaban de reconocerle y con sombras que él mismo ha reconocido pero sin entretenerse en ellas. Nadie lo hace y sería bobo hacerlo. Para eso está la oposición. Promete continuismo sin sobresaltos y, obviamente, algunas rectificaciones. Seguir en la senda económica que marca la UE, seguir aferrado a la ley en lo tocante a Cataluña y trasladando a los tribunales la persecución de los corruptos de dentro y fuera de su partido. Y rectificaciones las que le permita la realidad económica. De reforma constitucional ni hablar. Sánchez, acorde con su modo de hacer oposición, promete cambios ambiciosos en asuntos importantes. Suena bien lo dicho sobre fiscalidad y algunos acordes menores sobre la Iglesia, en concreto sobre la valoración académica de la asignatura de Religión. Los mayores son discutibles por razones de oportunidad que no de fondo como pontifican algunos. Sobre Cataluña, humo y confusión al socaire de una reforma constitucional en las nubes que figurará en su programa como simple objeto de debate que, de cuajar en algo, quedaría para la legislatura de 2019. En aportaciones individuales o en equipo los socialistas proponen reformar la Constitución a lo grande, escribiendo otra, o parcialmente en materias importantes, el Senado, modelo territorial o nuevos derechos, pero, con todos los respetos para los firmantes, lo de la reforma constitucional hoy por hoy tiene más de recurrente debate académico, más de asunto para tertulias, jornadas y campañas electorales que de proyecto serio para un gobierno con responsabilidades y en acción.

Y nos queda Ciudadanos, que nada en aguas mansas y aún así con calambres y extravíos, y tragando agua cuando le piden concreción y definición sobre futuros pactos, medios y objetivos. ¿Qué es lo que puede garantizar Ciudadanos a los votantes populares y socialistas para que le confíen su voto?