A lo largo de los días que me tocó vivir miré siempre con lejana devoción a los trostkistas porque en Trostki admiré siempre aquel concepto suyo de la "revolución permanente". Tan saludable y tan contrario al ejemplo de otros revolucionarios de primera hora que, escasamente partidarios de aquel compromiso firme y sostenido, hicieron la revolución de una vez. De una vez, para sí y para siempre.

Cuando ya su nombre se desdibujaba por efecto de una encanallada vileza, yo, que era joven todavía, sentía por él un callado apego, clandestino. Muy por encima, desde luego, que el que me inspiraban aquellos otros, revolucionarios de cualquier tiempo y lugar, que, triunfantes y pagados, satisfechos e instalados, preferían descansar de sus pasados afanes, entibiándose poco a poco en el confortable acomodo de una nomenclatura que levantaban a su medida.

Aquel entusiasmo por Trostki, por fuerza prudente y disimulado, nunca me dejó ver con alguna simpatía a Ramón Mercader ni a Diego Rivera, cuya exuberancia pictórica me atraía, sin embargo, sobremanera. Sentía en ellos, como en el estalinismo todo, ese olor insoportable que en cualquier dirección y contra vientos cualesquiera, expande la "sangre de traidores".

Con Frida, cuando pude entender cabalmente su dolor aún mejor que su arte, me reconcilié mucho más tarde, ya casi viejo.

Fue ese antiguo y declarado respeto -también la curiosidad, desde luego- el que, con ocasión de una estancia en Ginebra, me llevó a un hermosísimo parque en la orilla del lago Leman, para escuchar al mismísimo Alain Krivine.

Participaba él en un mitin unitario de la izquierda, que en Suiza no pasaba de ser testimonial, porque, entonces como ahora, la ejemplar democracia que permite a los ciudadanos de la Confederación Helvética pronunciarse en referéndum sobre todo lo que no sea el secreto bancario, no le deja demasiado espacio.

La Liga Comunista y el propio dirigente vivían momentos muy delicados en la Francia vecina y, no obstante todo eso, para los españoles de los primeros setenta, un discurso de izquierda, al aire libre y en boca de Krivine, era también un regalo inopinado.

Asistí yo en compañía de algunos amigos, quienes, por celebrar también con ellos aquella festiva tarde de verano, acudieron con sus hijos.

Tras comenzar el acto, los oradores se sucedieron interminables, entre interminables aplausos y recobradas consignas, también interminables y, como los padres y mayores desatendiéramos indebidamente a los menudos, poco después de que, con las palabras del líder francés, el auditorio hubiese alcanzado un pico climático que tardó en atemperarse, el pequeño Rafael, muerto de hastío y a despecho de su naturaleza apacible, se volvió hacia su padre y le urgió desmesurado: Papá, ¿y cuándo salen los payasos?

Todos reímos entonces la irreverente ocurrencia infantil que, a pesar del tiempo transcurrido, no sé por qué recordé al presenciar el espectáculo grandioso acontecido en el Parlament de Catalunya.

No sé por qué al ver a Forcadell, presidiendo la apertura solemne para proponer, plena de fe y por eso libre de algún temor a lestrigones y cíclopes, una poética travesía hacia puertos nunca antes vistos, pensé en otros catalanes, en catalanes de otra talla y de otra época. No sé por qué pensé en Andreu Nin. Quizás aquella vieja estima por la lucidez trostkista.

Y al reparar en aquella tripulación de marginales con chancletas, tan graciosa y tan ajena a la verdad de que Trostki no siempre fue nombre de perro? Al observar a un carnavalesco Lluis Llach, con quien alguna vez canté La Estaca, vestido impropiamente de grumete y enrolado con un arráez resuelto a zarpar -¿rumbo a Ítaca?- antes de aprender que "el único verso verdadero es la línea sin fin del horizonte"?

Al avistar todo esto, primorosamente empaquetado en un lenguaje náutico de vocación sublime pero cursi, no sé por qué recordé a Rafael y aquella candorosa pregunta suya?

De modo que, por si no hubiera él crecido y todavía le interesase, hoy podría al fin responderle: ¿Los payasos, decías?... Pues ya están aquí? Y han venido para quedarse.