La poesía quizá no sea gran cosa, pero más dura es aún la intemperie sin los versos.

(Joan Margarit)

Los jóvenes no tienen nostalgias porque nada han perdido todavía. Tampoco poseen, en la mayoría de los casos, una formación escolar que, más sólida que gaseosa, pudiese desmentirlos cuando piensan que el mundo -la vida, incluso- ha sido siempre como ellos lo conocen. Asimismo, atados con frecuencia a perezosas costumbres, no gustan ni necesitan de la poesía para mejorar sus días, para sublimarlos acaso.

En cambio, los viejos tenemos, para nuestro mal, años y pérdidas que, en tiempos tan líquidos como los actuales, nos convierten en fáciles presas de añoranzas y melancolías.

Hasta el llanto nos conmueven los telediarios que proclaman sin cesar abandonos y catástrofes, otros desamparos. Tanto al menos como ayer nos conmovía visitar lo que en los Foros queda de la Curia romana e imaginar el escaño desde el que hablara Cicerón y sentir, temblorosos, sus palabras. Sus palabras "trepando por los siglos y los huesos". Sus palabras encaramadas a nuestras propias voces.

Añoramos los viejos todo aquello de lo que el tiempo, desleal, nos despojó. Y por redoblar el castigo irredimible, aún nos asedian sombras y achaques.

De la humillación que ellos nos infligen como del enojo de la vida, de la recurrente diarrea como de los gobernantes corrompidos, consigue rescatarnos la poesía. Ella que sería nada si no fuera remedio para todo.

Ella también nos permitió asimismo reconocer en algún gobernante ese olor "limpio y honrado de la tierra mojada". Porque en días no muy lejanos hubo dirigentes que olían así. Autoridades que tenían un oficio, como San José, que fue carpintero. Desde él llegaban a veces a las más altas instancias y a él volvían cuando por fuerza de ley acababa su abnegada y generosa dedicación al interés general.

Se perdieron ya la costumbre y el olfato. A tal punto, que de esa verdad descreen hoy, hermanados en su ignorancia o su cinismo, políticos de toda laya, de todos los aparatos y trincheras. Aunque lo sepamos todos los demás, ellos, como si nada, fingen ignorar que en España cualquiera -cualquier sin oficio, vaya- podría incluso llegar a presidir un gobierno, como dicen que en tal circunstancia un pobre hombre confesó a su santa, más cascabelero que atribulado.

Siendo eso así de incontestable, sabemos también los ciudadanos que los políticos más lesivos resultan precisamente aquellos que llegan para quedarse. Atentos al beneficio de perdurar en el cargo, cualquier sin oficio sería capaz de cosas cualesquiera.

Como luminoso paradigma del canalla, ayer todavía vimos a uno tratando de sortear el cagarrón parapetado tras la ancha espalda de un monitor de lambada muy cachas o, por si esa astucia resultase mundana en exceso, resistirse aún del ganchete de dos monjas.

No se distinguen los rufianes, obviamente, por su escrupulosidad moral; antes por un discurso elástico -hasta la obscenidad - que envuelven, por consentida costumbre, en un fluir cantinflesco.

En general, carecen de oficio en el que hubieran podido desempeñar algún tipo de responsabilidad o mostrar algún conocimiento o saber. Carecen de oficio al que volver y, como la suerte es tornadiza, han de aplicarse con sacrificada devoción al beneficio, han de bregar a diario por él, indesmayables.

Gobiernos, diputaciones, concejos y asesorías -todo lo que no sea la "puta calle"- ensanchan sospechosamente su angostura con la creación de nuevos chismes y consorcios. Ante el milagro, que en realidad es metástasis, pocos lloran a Cicerón y son muchos quienes aplauden a Cantinflas y lo vitorean.

Mientras, los viejos bastante hacemos con plantar cara a la afrenta de la colicuación, siempre con la vista en un lugar ameno donde poner alivio a las urgencias, si, malhadadamente, el pringapié llegara a ser más fuerte que la voluntad.

Y ahora, en la bendita y apacible claridad de este intervalo, vuelvo yo de nuevo a la poesía. A la poesía, "cargada de más vida". A la poesía, "de pie frente a la muerte".