Casi al mismo tiempo, el pasado septiembre, la prensa divulgó dos noticias que, sin nada que ver en su origen, se contraponían ferozmente. Mientras una se refería a que las autoridades educativas francesas habían resuelto recuperar la lectura y el dictado diarios en la escuela, la otra hablaba de la posibilidad de implantar en las aulas nuestras asignaturas nuevas y de reforzada amenidad, como Bailes de Salón.

No es que uno tenga algún resentimiento contra el tango o el chachachá, pero parece desenfoque doloso proponerlos como tarea en una escuela que no enseña a leer y a escribir.

Porque leer no es tal si no se entiende aquello que se lee y porque nadie que no lea aprenderá a escribir, en nuestros institutos es rareza encontrar alumnos que entiendan cabalmente lo que leen y, más aún, que sepan explicarlo con precisión razonable. Aunque debamos reconocer que casi todos, mal que bien, acaban juntando letras y sonidos.

El caso es que, por una de esas extrañas relaciones que la memoria remota teje caprichosamente, la coincidencia de aquellas noticias me llevó a recordar que en los años sesenta y setenta, la Universidade de Santiago de Compostela -la "universidad", entonces todavía- se adornaba con la luz de dos genios que, pese al general desprecio corporativo, hacían más transitables las viejas sendas del trívium y aliviaban de paso el paupérrimo panorama del erial.

Por don Carlos Alonso del Real, a cuyas clases, sin obligación académica alguna, asistí con devota frecuencia, supe cuanto entonces convenía sobre nuestra Galicia matriarcal, mediante un luminoso relato interpuesto de "varonas" y amazonas.

A don Alfonso Otero Varela le oí vaticinar con firmeza de aserto incontestable, la prevalencia de las copisterías sobre las facultades, porque las clases -de 9 a 14 h- se desarrollaban en horario que resultaba ya muy intempestivo para los estudiantes.

Mucho más cerca, y antes acaso que Macluhan y Marcuse, predijo él también la desintegración de la Galaxia Guttemberg, su acabamiento progresivo, y al mismo tiempo, la segura implicación del poder en la irreversible aceleración de esa carrera enloquecida hacia el despeñadero.

Así ha sucedido exactamente. Envueltas en una sinfonía de principios fascinantes, la lectura y la escritura han sido esquinadas en la práctica escolar y más tarde desterradas por un boscaje legal -del PSOE y del PP- que pretendiera graduados analfabetos y licenciados y doctores, aunque su redacción se esforzara en aparentar lo contrario.

La escuela primaria fue perdiendo así el imprescindible hábito de leer y escribir a diario, la costumbre sobre la que habría de levantarse el edificio del saber.

No se lee cada día ni se escribe al dictado desde los tiempos de Maricastaña e incluso autoridades y docentes tuvieron aquella por actividad superflua o contraproducente, con el resultado que hoy nos avergüenza.

De este modo, también el lenguaje articulado fue decayendo imparable, porque la competencia lingüística de los alumnos, mimados -ellos y sus padres como votantes presentes y futuros- y exonerados de toda aplicación, no va por lo general más allá de un escueto prontuario de frases hechas y latiguillos, de estereotipos y muletillas, oídas a quien manda y que a nadie redimen de una primaria condición, de aquella condición de "tierra apenas modificada".

Así es y, sin embargo, si nos fiáramos de quienes proclaman que entregan su vida por mejorar la nuestra, podríamos llegar a descreer de la desoladora conclusión a la que llega, invariable, cualquier medición que no encargue o interprete el gobierno. Nunca hubo más medios, materiales y humanos. Nunca los escolares permanecieron tanto tiempo en los centros. Y sin embargo, así es.

Puede que nuestros dirigentes no ignorasen la importancia de la lectura en la formación de las personas, en el desarrollo de la inteligencia y de la sensibilidad, en la adquisición de instrucción y cultura, en la configuración del buen gusto. Puede que haya gobiernos que se muestren dispuestos a escamotearla sustituyéndola por cualquier sucedáneo escabioso. Gobiernos que entiendan el saber como un peligro. Gobiernos que prefieran administrar y dirigir súbditos antes que ciudadanos.

Acaso por eso la lectura y la escritura fueron desterradas. Acaso por eso una venenosa mentalidad pragmatoide llevó a los peristas a desprestigiarlas primero y a achicar finalmente el papel de las Humanidades en los planes de estudio de un Bachillerato que concibieron como juguete inane.

Sin lectura es difícil progresar en el gozo de la Literatura, que es "ficción de la verdad". Encontrar en ella redención o consuelo. Sin lectura es fácil el asalto a la Historia, la "abolición del pasado", la redacción caprichosa de otra "nueva y falsa" para fidelizar conciencias y guiar el voto.

Ahora se pretende ya empeñadamente la expulsión de la Filosofía, reserva ética y semillero de toda emancipación. Acaso porque ella enseñe asimismo que, entre la esclavitud y la libertad, la vida se yergue sobre "torres de espanto" y que solo la palabra sobrevuela aquel vano, que sólo ella puede conjurar ese vértigo.