Para no olvidar aquella fecha en que la ONU reconoció sus derechos, conmemoramos hace nada el Día Universal del Niño.

Como otros "días internacionales" o "universales" -el Día Universal de la Mujer Maltratada se recordaba solo cinco días después-, también éste se fue convirtiendo, en una nonada de autoridades satisfechas, sol para sí misma cada una. En una futilidad de hombres y mujeres de pastaflora que vierten sobre nosotros palabras de hidromiel. En un gorjeo bobo y conforme de papagayos y cotorras que humilla la inteligencia.

En el mejor de los casos, un católico mea culpa que permite alcanzar, en estado de gracia, el cíclico ritual de la subsecuente rememoración.

Ese día, que fue el 20 de noviembre, los media prestaron por aquí más atención a otros asuntos de rabiosa actualidad. A la memoria de Franco, que a tantos preocupa todavía. A la probable o improbable prescripción de sus responsabilidades. A su muerte y circunstancias, en su lecho como anciano venerable.

Ni una palabra para esos doscientos niños sirios de seis y siete años que, los yihadistas, recorriendo aquella sarta de chiquillos tumbados boca abajo, balearon piadosamente desde su místico cielo ensangrentado.

Ni una palabra para los niños cuyos padres, a espaldas de ellos, no ofrecen sino venden para el martirio. Ni una palabra sobre aquellas familias que mercadean al alza con niños tullidos o inválidos, muy apreciados por su reduplicada inocencia, cuanto más aparente más mortífera.

Ni una palabra para los niños que mueren o matan a diario en esas otras guerras que, como la del coltán, aún desangra el Congo, para que nosotros, orgullosos de la tecnología que manejamos, podamos con nuestros móviles conectarnos a quienes andan lejos mientras ignoramos o desatendemos a quienes, cercanos, aguardan antes nuestro abrazo que nuestra llamada.

Ni una palabra para recordar otras llagas. La llaga sangrante de los niños de la calle. De los gamines colombianos, empujados por la injusticia a las alcantarillas -madriguera y hogar- donde la policía los busca para ametrallarlos atrozmente antes de que los contraventores mínimos puedan devenir sicarios terribles e incontrolados. Ni una palabra, pero, ¿quién preguntaría por los gamines? ¿Quién habría de recordarlos en "su naufragio de sangre"?

Si de las mujeres hablásemos, porque el 25 de noviembre se instituyó como Día Universal de la Mujer Maltratada, podríamos empezar recordando su lucha en los países islámicos. Recordar a Malala, ametrallada ella pero también la escuela que la acogía. Recordar a las mujeres que en la guerrilla kurda combaten con acreditado valor los designios del Daesh.

Es el mismo coraje que muestran las mujeres pastún cuando reivindican su libertad a través de cantos forzosamente anónimos, forzosamente orales, forzosamente breves. ¡Tanto es el riesgo!

Recopilados por el profesor S. B. Majruh -asesinado él mismo en Peshawar el año 1988-, los landays -que así se llaman- son un grito "de gran intensidad y fulgurante violencia", un relámpago que blande, resuelta, la mujer a sabiendas de que, sometida "al código pueril de los hombres", "privada de libertad y vejada en sus deseos y su cuerpo", solo puede elegir entre el suicidio o el canto.

Aunque nosotros percibamos aquella injusticia como remota y ajena, aunque por ello nos despeguemos de esa violencia universal, no pintan mucho mejor las cosas por aquí, donde las formas de dominación presentan modalidades más sutiles.

No hay aquí guerra pero vivimos una paz lela que, con nuestra complacencia, nos presenta una realidad falsa, aligerada y "buenista". Una paz que para no incomodarnos prefiere eludir cuanto perturbe nuestro fementido confort.

Porque en esta sociedad frívola y vivalavirgen -como la quiere quien manda- nos hemos regalado, y hemos regalado a nuestros hijos, creencias y costumbres disolventes. La creencia según la cual la democracia consiste en hacer lo que a cada quien le venga en gana o la costumbre de reclamar el capricho y el disparate como derechos, exonerados, siempre además, de cualquier obligación.

En nuestra paz acomodada y ancha, hay niños que juegan todavía. Hace solo unos años, para jugar citaron varios a una compañera de clase y, como el juego acabara después de haberla asesinado muy prontamente, ellos decidieron jugar un partido de fútbol que les ocupó el resto de la tarde. Al acabar se entregaron, hartos de tanto jugar o simplemente por seguir jugando.

También es cierto que además de aquellos padres -cientos o miles- que pretenden endosar su responsabilidad a la Xunta de Galicia porque ya no pueden con sus hijos, hay filicidas probados.

Por otra parte, en España y en lo que va de año, cuarenta y ocho mujeres han sido asesinadas por sus maridos o compañeros.

Llegados aquí nos preguntamos a menudo si no podría la escuela atajar esta peligrosísima deriva.

Y no podría, seguramente. Tal vez nunca pudiera porque, más atenta a la adquisición de destrezas que a la formación de personas, la nuestra es una escuela sin criterio ni entraña, una escuela que ni salva a las víctimas ni condena a los victimarios.

Abismada ella en la hondura de su extravío y cuando a las autoridades más progresistas solo se les ocurre proponer que los niños recojan colillas y que las mujeres barran las aulas de sus hijos, ¿quién puede asegurar que no estemos ya sin saberlo fatalmente emplazados entre el suicidio y el canto?