El espectáculo al que venimos asistiendo tras la celebración de las elecciones generales, con tertulianos haciendo cábalas sobre la identidad del próximo presidente del gobierno o del partido o partidos que asumirán la jefatura del Poder Ejecutivo, y los líderes reservándose sus bazas para las oscuras transacciones de la negociación poselectoral, delata la naturaleza de este régimen por encima de todas las ficciones jurídicas tan del gusto de tertulianos y leguleyos de toda índole.

Lo aparente: Los ciudadanos votan para elegir al presidente. Lo formal: Eligen representantes en la cámara legislativa. Lo sustantivo: Otorgan cuotas de poder a las jefaturas de los partidos para negociar, de espaldas a la ciudadanía, la constitución del poder ejecutivo. Cuando lo aparente, lo formal y lo sustantivo discurren por caminos opuestos, alguna anomalía grave aqueja al sistema político. "El pueblo ha decidido", dicen. Falacia. El pueblo no se reúne en asamblea para tomar una decisión colegiada.

En este proceso hay tres principios que ni los medios de comunicación ni mucho menos la clase política ponen en cuestión: Primero, el régimen de representación proporcional mediante listas. Es decir, el mandato imperativo de facto de las jefaturas de los partidos sobre los diputados, que vulnera el artículo 67.2 de la Constitución. Una Constitución que dura porque se incumple, aunque actuamos como si se cumpliera. Hay discrepancias sobre la mayor o menor proporcionalidad del sistema, pero el sistema de listas, cerradas o abiertas, es un dogma. Segundo, la confusión entre los poderes ejecutivo y legislativo, como es propio del parlamentarismo. Tercero: el consenso entre facciones partidistas como principio rector, y hasta como máxima moral -"sentido de Estado", le llaman- ante la ausencia de mayoría absoluta. Calíbrense los tres en su justa medida y la conclusión es inmediata: La solución adecuada y "justa" sería la participación de todos los partidos en el Poder Ejecutivo en proporción a los votos recibidos. Un gobierno de concentración nacional sin oposición, controlado por las cúpulas de las respectivas organizaciones. No hay democracia capaz de resistir tal hecatombe. Es un síntoma inconfundible de la patética confusión propia de una democracia que no es tal, el que la lista de asuntos que al parecer deben ser objeto de "consenso", asuntos que se reclaman de "interés nacional" y para los cuales se invoca el proverbial "pacto de Estado", sea cada vez más grande. El consenso es más represor de la libertad de pensamiento que la dictadura; ni en tiempos del NO-DO se alcanzó tal grado de indigencia.

Contrapongamos, frente a los tres principios de la oligarquía de partidos arriba citados, los propios de la democracia formal: Primero, la representación en distritos uninominales, donde la rendición de cuentas del representante al elector es imprescindible. Segundo, la separación entre el poder ejecutivo y legislativo, no menos importante que la independencia del Poder Judicial, es decir, presidencialismo. Permitiría que fueran los ciudadanos, no los diputados, los que eligieran y depusieran gobiernos de forma directa. Y tercero: en lugar de las oscuras transacciones del consenso poselectoral, la segunda vuelta que obligue a los votantes a optar, ya sea en unas elecciones presidenciales para elegir gobierno, ya sea en unas elecciones legislativas para elegir representante de distrito. No hay que ir a otro planeta para encontrarlo: con matices, combinaciones diversas, y en distinto grado, estos principios rigen el sistema institucional de Estados Unidos, Reino Unido o Francia. Evitan que asistamos a la indecencia de que la tercera fuerza política ponga condiciones irrenunciables a la segunda para que la cámara pueda elegir a un presidente del gobierno. Evita la falta de rigor de exigir que "gobierne la lista más votada". Evita que los votantes desconozcan los criterios de negociación de los partidos, que una vez más utilizarán los apoyos según circunstancias sobrevenidas emancipadas de todo control democrático. Como ejemplo, baste decir que hoy un votante del Partido Socialista no puede saber qué postura adoptará su facción ante la irrenunciable condición de la celebración de un referéndum para la independencia de Cataluña, impuesta por Podemos. La Constitución hay que reformarla, dicen. Sin duda, sí. Porque esta Constitución es un reglamento hecho a la medida de las ambiciones de poder de los partidos. Y lo será todavía más, también con la reforma que propongan los portavoces de la llamada "nueva política", que estos días se nos muestra tan proclive a los viejos vicios que ya conocíamos.