Supongo que debí de repetir hasta el hartazgo esta pregunta todos los días y a todas horas a mi madre, a mi padre y a mis hermanos cada Navidad de mi infancia.

Aquella mezcla de fascinación y nerviosismo me salía por los ojos, llenos de entusiasmo e ilusión, y no paraba de hablar de Sus Majestades, de que no nos podíamos olvidar de dejarles las copitas de champagne y algún trozo de turrón -lo del agua para los camellos nunca me pareció relevante, porque aunque era ingenua como yo sola, sabía que aquellos animales estaban acostumbrados al infierno del desierto-.

Hace ya muchos años que me soltaron el chivatazo en el colegio, aunque yo me resistía porque era la palabra de mis padres contra la de aquellas redichasrompeilusiones; estoy segura de que, teniendo en cuenta mi carácter de aquel entonces, les habría llamado todo mi corto repertorio de insultos, pero con la suficiente entonación intimidatoria como para que me acusasen a la profe, y así era.

Tal vez no casase que la niña de dicción perfecta, amplio vocabulario, y a la que jamás se le caían los mocos, dado que tenía un enorme estilo para sonárselos, fuese tan inteligente, pero tan estúpida como para no saber quiénes eran los Reyes Magos.

Sigo pensando que, aunque echase sapos y culebras contra aquellas que amenazaban mi firme creencia, les estuvo estupendamente despertar a la fiera que había en mí.

La noche del 5 de enero se las tenían que ingeniar para que me metiese en la cama de una bendita vez. No llegué a necesitar Nervocalm, como Felipe el amigo de Mafalda, pero no paraba de dar vueltas en la cama recordando la cabalgata y comparando a unos y "otros reyes" que había visto antes; barbas que se les despegaban de la cara y un Baltasar de orejas blancas; aquéllos eran "Los Reyes de Pacotilla" con los que me cogía mis clásicos cabreos para vergüenza de mis padres en la fiesta que ofrecía la empresa donde mi padre trabajaba.

Y llegaba la mañana tan esperada: todos los juguetes que había pedido; excepto la Barbie y el Cinexín. La Señorita de brazos tiesos e inarticulados llegaría más tarde, pero el Cinexín debió de caérsele a algún paje despistado.

No obstante, lo que me causaba la mayor impresión era que las copas de champagne estaban vacías o mediadas y que, incluso, quedaba algún trozo de turrón mordisqueado.

Hace mucho tiempo que sé la verdad de la famosa pregunta, por la que me dejaba la lengua y la garganta contra las "enteradas".

Puede que, a pesar de la identidad, de que haya regalos o no, de que el 5 de enero duerma igual, siempre me quede en el recuerdo el recorrido de los Magos de Oriente.

Desde el día 24, sobre un inmenso Nacimiento, Sus Majestades avanzaban cada día un paso. Salían del desierto, pasaban por delante de un pozo, sorteaban las montañas del castillo de Herodes, cruzaban el río, pasaban con sus camellos entre los pastores alborozados que escuchaban al Ángel anunciador y, milagrosamente, aparecían el 6 de enero frente al Portal de Belén, adorando al niño con incienso, oro y mirra.

Si esto no es entusiasmo, ilusión y magia, alimentos necesarios para nuestro espíritu, que venga alguna "enterada" y se atreva a decir lo contrario.