Se lo hice repetir para memorizarlo. Me contaba Fernando, un querido colega al que no veía desde hacía la tira, que su buena madre rogaba: ¡Gloriosa santa Ana, buena muerte y poca cama! Breve y acertada súplica que encierra quintales de sabiduría cristiana. Me siguió contando que así había sido, que su madre conservó sus facultades físicas y mentales hasta los ochenta y tantos, y que en pocos días expiró serenamente. Y acabó confiándome que él recitaba diariamente ese ruego. Otras personas de vida santa que conozco han rogado al Altísimo morir sin dar la lata. Sin revelarse por el hecho de la muerte, acontecimiento cierto que a todos nos llegará inexorablemente y aceptando siempre la voluntad divina, algunos añaden que no sea de forma repentina, sino dándose cuenta para poder prepararse, pero pidiendo que sea de una forma rápida, sin causar muchas molestias y sin tener en vilo durante días, semanas o meses y años a sus familiares. Afortunadamente he crecido en la cultura de la muerte como paso necesario para la otra vida, la auténtica vida, la definitiva o eterna, tratando de retirar de mi cabeza y retina imágenes tenebrosas y crespones negros. Pueden probarlo, y lo comentaremos en el más allá.