Déjenme que me tome la licencia de utilizar el título de la obra homónima de Miguel Hernández para ilustrar lo que hoy quiero contarles. Todo ello desde una perspectiva lejana, diferente y hasta diametralmente opuesta de la temática de amor de tal fantástico poemario, con el que únicamente comparte este texto dicho breve elemento inicial. Y con el ánimo, claro, de intentar exprimir un poco más las posibilidades del lenguaje y del idioma para llegar mejor a ustedes. Y, así, llamarles la atención sobre realidades que, desde mi punto de vista, no pueden ser soslayadas. El objetivo, nítido: ejemplificar de la forma más gráfica posible un calvario y sus víctimas en un tiempo muy concreto: hoy. Y, a partir de ahí, contribuir a generar debate, conciencia y nuevos valores, ideas, creencias y, sobre todo,... prácticas. Sí, en lo que hoy les cuento hacen falta, sobre todo, nuevos modos.

Y es que voy a seguir hablándoles de las personas que siguen llegando a miríadas a Europa solicitando refugio y procedentes de realidades descarnadas, como Siria, Iraq o Afganistán. Una realidad lacerante, contextualizada en el frío invierno del norte de nuestro continente, en que el ejercicio de vivir a la intemperie durante una ruta infernal acaba con la vida de muchas personas. Pero no se trata, en este artículo, de volver a incidir en las causas de todo ello. O de intentar desautorizar los argumentos de quienes ven la cuestión desde una perspectiva muy local y, por tanto, bastante refractaria a acontecimientos que no les tocan directamente. No quiero, en ningún caso, entrar en debates sobre el tipo de lógica que se supone debería imperar en un país como el nuestro, que ha expelido en el pasado a una cantidad muy importante de refugiados políticos, y que sigue derramando, a día de hoy, una sangría continua de refugiados socioeconómicos. Ya hemos hablado de todo eso, y las palabras han quedado escritas. Hoy, solamente, me remito a los hechos. Porque estos siguen sucediendo, independientemente de que seamos conscientes de ello o no.

Solamente les cuento, una vez más, que sigue habiendo personas muriendo cada día en nuestras fronteras. Que en Europa hemos aprobado unos contingentes iniciales de seres humanos a las que se les autorizaría su residencia temporal en diferentes países para huir del horror, pero que esto no se está llevando a la práctica más que a un irrisorio nivel cosmético y publicitario. Y que, independientemente del foco de las noticias cada día, ciertas realidades no caducan. Están ahí.

Es en este contexto en el que hablo de un verdadero rayo que no cesa. Un rayo, relámpago y trueno que, a diferencia del hernandiano, no tiene nada que ver con el amor, por mucho daño que este pueda provocar al autor que no recibe la consideración de su amada, pero sí con la tormenta, metáfora de la destrucción pura. Un meteoro de enorme poder destructivo que se lleva patrimonio, recuerdos, ilusión y, sobre todo, muchas, únicas e irrepetibles vidas por delante, como la suya o la mía. Y que muestra la incapacidad de nuestros pueblos civilizados para hacer algo diferente de eso tan de nuestra era como agachar la cabeza, para volver a centrarnos en lo banal y próximo.

Los teletipos, hoy, refieren más de cuarenta nuevas muertes. Cuentan las crónicas que, entre ellas, las de diecisiete niños. Suma y sigue, con un paradisíaco mar Egeo de escenario patético de la incapacidad de los seres humanos para construir concordia. Aún pueden ser muchos más los muertos en este dantesco episodio, ya que todavía continúan muchas personas desaparecidas. Y, mañana, habrá más. Y más. Y más. Y más. Y más. Y más... Y las meras declaraciones de intenciones y una eterna burocracia interesada seguirán obstaculizando una intervención mucho más ágil en esta crisis, un nuevo Holocausto sin paliativos en nuestras propias narices. Tomen nota: en estas tres semanas del mes, han llegado a Europa vía Grecia más de treinta mil personas...

Es, como digo, el rayo que no cesa. Es el azote y la plaga. Es la reducción a la nada de todo un conjunto de pueblos, civilizaciones y culturas. Es la dispersión y la salida precipitada, pies en polvorosa, de una realidad que quema. Es la muerte. La muerte más dura, en medio de pingües beneficios para la industria de la guerra. La nada. Sí, es la nada. Es el no ver en el mal ajeno el que algún día será propio. Y es, sobre todo, una nueva progresión en un sendero de abyección por parte de esto que llamamos Humanidad.

Alguien decía hace unas horas que la visión mañanera de alguna portada de hoy bien ameritaba volverse a la cama. Y, ciertamente, si uno analiza las tendencias actuales, parece que esta es una etapa regresiva, por mucho que lo queramos contar de otra manera. El camino de paz, prosperidad, éxito y desarrollo de la segunda mitad del siglo pasado, fruto de siglos, se disuelve en la virtualidad y la codicia, mucho mayores dosis de inequidad y... la muerte de miles de inocentes, ante la pasividad de una comunidad internacional que ni sabe ni contesta. ¿Es este el esperado siglo XXI?