Es lamentable el goteo continuo e incesante de presuntos nuevos casos de corrupción, levantados en el marco de diferentes operaciones contra la misma en las instituciones de nuestro país. Ha comenzado un nuevo año, pero parece que el mismo no es diferente en términos de nuevas investigaciones, imputación de nuevas personas con cargos relevantes de la esfera política, y más y más causas aún abiertas y no juzgadas, donde el prestigio de nuestro país se escapa como arena entre los dedos, ante una actitud de estupor y enfado generalizado de una sociedad que ya no sabe si ha perdido o no su capacidad de sorprenderse.

Sin negar el derecho a la presunción de inocencia de nadie, soy de los que piensan que el azote de corrupción del que hemos sido conscientes en estos años ha destruido cierta parte de los esfuerzos comunes por construir una sociedad verdaderamente democrática y transparente, de la que tan necesitados estábamos después de una etapa negra de cuatro décadas en términos de igualdad, derechos humanos y una verdadera acción cívica. Ha habido daños, algunos irreversibles en el corto plazo.

Corrupción habrá habido siempre, claro que sí. Pero ahora, por diferentes razones, ha sido mucha y una parte ha aflorado. Y, siendo siempre inaceptable, ha habido momentos en que su abultada presencia en el día a día ha sido absolutamente insoportable. Son llamativos, por su abundancia y relevancia, los casos surgidos en la órbita del Partido Popular, alguno de los cuales está en primera línea mediática esta misma semana. Ciertamente, y al margen del particularmente delicado y efervescente momento en clave política y electoral, creo que el conjunto de lo sucedido debería ameritar una reflexión profunda por parte de las bases y estamentos de dicha formación, quizá con el objeto de llevar a la misma a algún tipo de refundación que la aleje definitivamente de tan mala praxis y, como no, de los efectos asociados a la misma en términos de prestigio, credibilidad y asunción de valores compatibles con una política más sana y leal al bien común.

Mi visión sobre la corrupción en España es, de todos modos, un tanto pesimista. Creo que el fenómeno analizado no ha sido de generación espontánea, ni fruto de una entente entre diferentes malhechores, organizadores de una fabulosa trama para llevarse lo de todas y todos. En absoluto. Más bien creo, y ahí radica mi pesar, en que la foto que cada día vemos en los periódicos es consecuencia de una infiltración masiva en la sociedad de tal tipo de antivalores, que están a la orden del día en todo tipo de profesiones, círculos y sectores. Los políticos alcanzados por dichos escándalos no son seres de un mundo aparte, sino un reflejo fiel de en qué sociedad vivimos. Sin obviar de modo alguno, claro está, sus necesarias responsabilidades personales.

He dedicado buena parte de estas columnas bisemanales a hablar, de una forma o de otra, de corrupción. De las corrupciones pequeñas de todos los días. De formas de entender la vida que no dudan en falsear, ocultar o mentir para procurar un enriquecimiento material ilícito y desmedido, pero también, a diferentes niveles, de muchos comportamientos que tampoco basan en el bien común sus pequeños gestos y detalles. Desde el "¿con IVA o sin IVA?" hasta las intolerables infracciones continuadas al volante, pasando por el ir de cuatro en fondo en una acera estrecha y no dejar pasar, o ser poco solidario y atento con el vecino, arrojar todo tipo de desperdicios al suelo o no recoger las deposiciones de las mascotas, que siembran nuestro paisaje urbano... Todo eso, y mucho más, también es una forma de obrar, que nos retrata y nos define como grupo. Y es el caldo de cultivo óptimo para una sociedad rota, donde no importan los demás.

La nuestra es una sociedad laxa. No importa el fondo, sino que brillan y se tienen en cuenta solo los envoltorios. No importa el trabajo bien hecho porque sí, porque se cree en él, como se hace en las culturas de corte luterano del norte de nuestro continente. Aquí buena parte es fachada y oropel, en muchísimos aspectos de la vida, y el triunfador es el que cubre mejor el expediente, aunque solo sea calentando el asiento, haciendo que hace o diciendo que dice. Aunque la verdad sea un fiasco. No importa la disciplina ni el conocimiento, desde las más altas instituciones del Estado. Y la improvisación y la falta de planificación y consenso son comunes, habituales y tristemente extendidas en buena parte de los ámbitos de nuestra sociedad.

Es por eso que, condenando sin paliativos la corrupción, soy consciente de que extirparla realmente de nuestra sociedad y nuestras vidas no será solo un ejercicio judicial con aquellos que puedan haber lastimado a lo de todas y todos para su provecho. Eliminar tal lacra será mucho más. Será reconvertir nuestro entorno, un tanto zafio y desnortado, en el propio de un grupo humano orgulloso de sí mismo y de los demás, empático en la desgracia ajena, disciplinado para un trabajo verdaderamente orientado a resultados, y mucho más prudente que lo que hoy nos demuestran los comportamientos de los personajes públicos. Será renunciar a un cierto porcentaje de "fiesta" y "diversión" en el ADN de nuestra tarjeta de visita, cambiándolo por "responsabilidad" y "realidad", dos palabras a cuya adscripción fallamos, sin duda, como grupo.

La corrupción que hemos visto y seguimos viendo en nuestro país es, para mí, en buena parte un reflejo de lo que ocurre en nuestra realidad social. A corto plazo, los tribunales la depurarán. Pero, más a largo término, es necesario acometer el planteamiento de un nuevo paradigma en la sociedad, si no queremos seguir en una senda que nos llevará, no tengan duda, al fracaso como país y a un mundo peor.