Buenas tardes, dicho esto con absoluta contundencia. No puede ser de otra forma, ya que la vista que tengo delante mientras escribo esta nueva entrada en nuestro epistolario particular es la de un mar azul, un cielo no menos límpido y luminoso, y un paisaje verde y frondoso que huele a limpio y rezuma sosiego y alegría. Dicho queda entonces: buenas tardes.

Ciertamente, vivimos en una sociedad compleja. Los sistemas operativos de las personas, aquel corpus de creencias, ideas, prácticas y actitudes ante el mundo y ante los demás, no son sencillos, ni mucho menos. Y, como corolario inmediato, el ejercicio de la convivencia no es algo automático ni, muchas veces, demasiado agradecido. Esta sociedad posmoderna nuestra del siglo XXI, además, abunda en los errores de otros grupos humanos más avanzados, y al tiempo que mejoran muchos indicadores relativos a cómo vivimos y con qué medios, que no el bienestar de todas y todos, empeora claramente lo relativo a redes personales, integración real en el grupo y otros parámetros más propios de una visión basada en la persona.

Con todo, hoy les propongo hablar de valores. De los que, para ustedes y para mí, son imprescindibles si queremos edificar una sociedad más justa y mejor en términos de oportunidades, integración del individuo o equidad. Lo hago, seguramente, porque es un tema que me interesa y que está implícito en todo lo que escribo. Y, también, porque percibo que es bueno poner negro sobre blanco, de vez en cuando, estas cuestiones parece que propias de otra época, pero más necesarias hoy que nunca.

A mí me apasiona la coherencia. El saber dirigir los pasos de uno, en todo momento, de acuerdo a lo que piensa y lo que siente, por encima de clichés, patrones establecidos o presiones del entorno. La coherencia es un valor, que nos hace compactos en las ideas e inmune a las veleidades propias de una época donde los vientos colectivos tienden a empequeñecer al individuo y a ningunearlo. La coherencia nos da fuerza y legitimidad ante los demás. Y, por poco que hoy sea practicada, imprime carácter.

Me gusta el valor de la palabra dada. El saber que, cuando el de enfrente ha dicho que en algo se comportará de una determinada manera, no habrá nada que le haga dudar, por jugoso que sea. Me gusta que los papeles no sean necesarios, y que la honorabilidad de la persona esté indeleblemente unida a lo que expresa. Sin más.

La honestidad es nuclear, desde mi punto de vista, en la persona. Me gusta la gente que te mira de frente, que te sabe decir que no y que no anda con rodeos para endulzar su propia lógica, cambiando un ejercicio dialéctico por una hipócrita palmada en la espalda, seguida de la indiferencia. Me parece fundamental saber diferenciar lo de uno de lo del conjunto. Y, consecuentemente, poder dormir cada noche sin tener cargos de conciencia de ningún tipo.

Creo en la sinceridad, aunque a veces nos cueste disgustos. Al fin y al cabo, la vida es muy corta para andar montando en ella historias paralelas, verdades tuneadas o lógicas plurifacéticas. Al pan, pan, y al vino, vino. Aunque yo, les confieso, sea mucho más de agua con gas.

El respeto al otro va a la par que la tolerancia. Es fundamental que, por mucho que estén asentadas nuestras ideas, entendamos que es perfectamente lícito y posible que el otro piense diferente, actúe diferente o sienta diferente. Es normal, y fruto del hecho incontestable de que hay más de siete mil millones de sensibilidades distintas, experiencias vitales distintas y trayectorias vitales diferentes. ¡Es una riqueza, no un problema! Y, cómo tal, hemos de saber aprovecharlo. Eso sí, soy de los que piensan que hay límites, basados en los derechos inalienables de la persona, para tal diversidad. Yo no acepto, por definición, que una raza se imponga a las otras en términos de superioridad, o que se postule que la mujer y el hombre tienen diferentes derechos o que, en nombre de cualquier realidad o fe se pisoteen los derechos más fundamentales del ser humano. Aquí ya hemos recorrido esos caminos, y no toca replegarse.

Valores imprescindibles para mí, todos ellos, por encima de otras categorías superpuestas, que hoy rompen y rasgan en mil mentideros más o menos populares. Metavalores, al fin y al cabo, presentes cuando uno rasca un poco en las lógicas subyacentes en muchas acciones cotidianas. La popularidad como fin, el brillo del envoltorio, la adscripción obsesiva a las últimas tendencias por encima de la propia personalidad... Elementos que, dicen los expertos, conducen muchas veces a la soledad y a la frustración, y que tienen que ver con la maraña virtual en la que se está convirtiendo buena parte de nuestras vidas, hoy netamente más alejadas de la naturaleza y de los demás...

¿Y ustedes? Ya me contarán...