Les saludo metidos ya en marzo después de uno de esos febreros con un día más, por aquello de redondear las cuentas del calendario anual cada cuatro años, para compensar el hecho de que al planeta le lleva unas horas más que un año su movimiento de traslación alrededor del sol. Volviendo a las cosas mundanas, mucho menos planetarias y más domésticas, hoy es un día caliente en cuanto a la crónica político-partidaria, que no tiene que ver necesariamente con soluciones y planteamientos políticos orientados a la mejora colectiva. Pero jornada en que, en definitiva, parece que todas las espadas van a estar en alto para intentar rebanar al contrario o incluso al propio, según cómo le vaya a cada uno en la feria. Que, ya se sabe, es la forma patria de medir las cosas. Que nos vaya bien...

Déjenme que, en vez de seguir la corriente mayoritaria de lo que saldrá en los periódicos en este día, hablándoles de los partidos y sus cuitas, recuerde una efemérides que tiene también su importancia, en esta época turbulenta, donde los flujos migratorios de personas no dejan de multiplicarse y donde, por otro lado, muchos de los avances en movilidad dentro de estructuras como la Unión Europea son cuestionados y paralizados. Porque fue también un 2 de marzo, sí, el día que entró en vigor nuestro Documento Nacional de Identidad. Pudiera parecernos que hace una eternidad, pero nada más lejos de la realidad. Sucedió hace setenta y dos años, en 1944, y el primero fue expedido a nombre del que entonces, por acontecimientos oscuros y bien sabidos, de los que no voy a dar cuenta aquí y de los que existen suficientes crónicas, ostentaba la jefatura del Estado. Para él fue el número uno, para su mujer el número dos y para su hija, el tres. A partir de ahí, excepto la anécdota de que el número trece fue excluido por razones bien científicas que se podrán suponer ustedes, y el hecho de que algunos otros números fueron reservados a miembros de otras instancias del Estado, se inició una lista correlativa que hoy sigue caminando, con nuevas funcionalidades e integraciones, propios ya de una era mucho más tecnológica e interconectada, como en la que vivimos.

Fíjense que no en todos los países es obligatorio hoy el Documento Nacional de Identidad. Es más, en el mundo basado en el derecho anglosajón es raro. Pero sí en muchos países de Europa y también de Iberoamérica. Un documento en diferentes formatos según el Estado que lo avale, pero que, en definitiva, trata de proporcionar un soporte oficial que sustente la filiación de una persona natural del país. Un aval de un funcionario público competente para certificar la identidad de su titular, generalmente acompañado de unos cuantos datos personales, una fotografía, una firma y el número de un registro que, paralelamente, trata de listar al conjunto de toda la ciudadanía.

Evocar el DNI y la fecha de su nacimiento, la de hoy, me trae a la cabeza la sempiterna cuestión de los papeles. De la carta de ciudadanía, de los criterios para cambiar de Estado y de nacionalidad, y de las fórmulas oficiales para acoger a quien, por ejemplo, escapa de una cruenta guerra, o trata de soslayar estados de extrema necesidad. Cuestiones administrativas, todas ellas, pero que han sido elevadas incluso al rango de lo penal en una escalada profunda en aquello de mirar para otro lado cuando al otro se le ve sufrir. Porque, sí, hemos conseguido hacernos especialistas en que cuestiones menores, como son las de índole puramente burocrático, empañen valores mucho más profundos ligados con la humanidad, la empatía o la solidaridad. Y todo ello en aras del orden público, por ejemplo, sin que esté muy claro que eso sea verdaderamente así. O de una malentendida o quizá malintencionada asignación de roles a unos y a otros en función de su origen, fruto del tópico y poco más.

No me interpreten mal. Yo sí creo en que es necesario cierto orden, y en las cosas bien hechas y procedimentadas. Pero un orden y una regulación mucho más inclusivos y plegados a valores más concordantes con un mundo más humano, por encima de visiones cortoplacistas y reñidas con los valores más elementales y con los tratados internacionales vinculantes firmados por España... Y es que lo cortés no quita lo valiente...

Ya ven, el DNI y su pistoletazo de salida. Y recuerdo aquí, porque no puede ser de otra manera, la alegría de algún amigo senegalés cuando obtuvo aquellos papeles que le otorgaban su Permiso de Residencia y exhibía eufórico su Tarjeta de Identidad de Extranjero con su NIE, versión del documento para ciudadanos extranjeros residentes en España. Al tiempo, me doy cuenta de todo el sufrimiento que subyace en personas que, años después de estar entre nosotros, han visto y ven cercenadas sus expectativas de tener un espaldarazo a una vida nueva, después de dificultades verdaderamente extremas. Pienso en papeles y más papeles y certificados y, en sueños profundos y especialmente inquietantes, también incluso en pólizas de veinticinco pesetas...