A juzgar por lo visto en los dos primeros plenos de investidura, la renovación de la política española ha llevado al hemiciclo un ambientillo lúdico y circense que, la verdad, no está nada mal. No tanto por las gracietas en sí -más digeribles en todo caso que los exabruptos de la hora del chupito que acostumbraban algunos diputados- sino por las reacciones que desencadenan. El beso de Iglesias y Domènech, por ejemplo, generó impagables miradas de viudez decimonónica en Alonso, De Guindos y Tejerina. Y el continuo ruido de fondo que desprenden las bancadas ha llevado al campechano López a enunciar la única frase digna de archivo oída en la Cámara esta legislatura: "El ruido no solo ahoga el sonido; ahoga la palabra y ahoga la razón y el argumento; y por lo tanto les pediría a sus señorías que no ahogaran la esencia de lo que es esta Cámara". La importancia de llamarse Patxi. Lo malo de tanto ambientillo es que, hasta donde se me alcanza, los 25.350.447 españoles que se acercaron a votar el pasado 20-D no lo hicieron para contratar un grupo de titiriteros. Creo recordar que pretendían expresar sus preferencias políticas individuales para que, una vez sumadas y restadas, se pactara el correspondiente Gobierno.

Parece, sin embargo, que aquel ejercicio de soberanía, el mismo que les ha concedido su actual puesto de trabajo, no acaba de ser del gusto de sus señorías. Ni de las antiguas ni de las modernas. Tal vez por eso, desde hace ya 75 días se limitan a marear la perdiz preelectoral para que corran los plazos y los ciudadanos tengan que volver a las urnas. A ver si esta vez, aleccionados por la juerguecilla, se equivocan menos. Y, entre tanto, en vez de pactar, hacen ruido.