Desde que el 2 de febrero Iglesias le exigió a Sánchez la vicepresidencia, carteras para sus socios y un ministerio de la plurinacionalidad todo el mundo sabía que el socialista no sería investido. Todo el mundo menos Sánchez y Rivera, que hasta este viernes confiaban en convencer a Podemos con la magia de sus doscientas propuestas, ignorantes de que lo que se ventila en la investidura no es una propuesta o una reforma más o menos, que podría firmar cualquiera, sino el poder que da el gobierno y que Iglesias quiere compartir en la exacta proporción de sus sesenta y cinco diputados y sus cinco millones de votos frente a los noventa de Sánchez y su corta ventaja de trescientos mil votos. Con tan poderosos argumentos Iglesias no consiente arrogancias ni engaños de Sánchez y exige con razón. Sánchez habrá entendido este viernes, por fin, que por vez primera desde 1977 el PSOE tiene a su izquierda unas siglas que casi le alcanzan. Acostumbrados a un PCE y una IU breves y respetuosas, los socialistas no saben como manejar a un Podemos fuerte y audaz con un Iglesias sobrado de recursos teatrales que prodiga la agresión, el requiebro enamorado y la tomadura de pelo según el momento, provocando el completo descoloque de Sánchez y los suyos. Pero además, y esto es importante, Sánchez y Rivera se habrán enterado por fin este viernes de cómo es el Congreso, esto es, de cómo es la España que pretendían gobernar. La España de las siglas territoriales desde ERC a Foro Asturias pasando por PNV, IU, Coalición Canaria, Compromís, Mareas o Nafarroa Bai. Siglas exigentes más allá de cualquier límite a las que única pero irremediablemente cabe conllevar y a las que, visto lo visto, las doscientas propuestas les interesan más bien poco. Lo del viernes en el Congreso debería de haber sido para Sánchez una magnífica lección práctica de realismo político, de esas que no se imparten en los despachos ni en los alegres mítines del partido.

Si Sánchez ha tomado buena nota y se deja aconsejar por González, Guerra y los veteranos socialistas que alimentaron inteligentemente el provechoso bipartidismo de las pasadas décadas, entenderá que el todos contra Franco de ayer no sirve hoy contra Rajoy, porque si aquel fue muy útil, este es el que le ha llevado a la derrota y al fracaso personal del viernes. A partir del lunes Sánchez puede buscar el beso de Iglesias y si su Comité Federal lo consiente presidirá el gobierno de España con un vicepresidente y unos cuantos ministros que le harán la vida imposible y a nosotros mucho más complicada. Un gobierno insostenible porque la sociedad española ya no vive en el

mismo estado de indignación de años atrás, porque la crisis pierde profundidad y crudeza, porque los corruptos ya pagan sus fechorías, porque las cuentas no salen y la UE no espera, porque las demandas independentistas no cesarán sino que aumentarán. Por el contrario, si Sánchez reflexiona y reconoce su desconcierto ante la dura realidad descubierta esta semana en el Congreso, si entiende que no es un fracaso entrar en un gobierno presidido por Rajoy desde el que se pueden acometer mejor muchas de las reformas que acordó con Rivera, habrá consolidado, de verdad, su liderazgo en la izquierda moderada y habrá empezado a reconquistar el espacio que le birló Iglesias con un discurso radical e imposible, por completo ajeno a la España sosegada que conocemos desde la Transición hasta que la crisis y la corrupción, agigantadas por un relato irresponsable también de los socialistas, descompusieron la convivencia que tanto costó alcanzar en un país bronco donde los haya.