Estos días hace cinco años del comienzo de la guerra en Siria. Acuérdense, corrían los tiempos de la Primavera Árabe y precisamente fue la contundente y brutal respuesta del régimen de Bachar al Assad a los primeros escarceos de libertad la que comenzó el lío. Una escalada bélica donde se han ido sumando diferentes actores, cada uno con sus intereses concretos, que no ha hecho más que complicarse desde el principio, y que hoy se puede resumir en un conjunto de guerras independientes con derivadas locales, regionales e internacionales que, desde fuera, vemos como una sola. Hoy Siria no es ni la sombra de lo que ha sido. La destrucción se palpa por doquier, y aunque en este momento está vigente una tregua -desde el 27 de febrero- que da cierto respiro a las personas afectadas, el país sigue técnicamente en guerra. Once millones de personas se han visto desplazadas por el cruento conflicto, entre refugiados y desplazados internos, treinta mil se dan por desaparecidas y, lo peor, unas trescientas mil personas han muerto sumando el balance de la guerra y el del intento de salir de tal infierno. Sin duda, el cúmulo de miseria generado en este mundo posmoderno del siglo XXI es como una inmensa bola de nieve de proporciones descomunales.

Mientras, la riada de personas hacia países vecinos, como Jordania o, sobre todo, hacia Europa, no cesa. Los campos de refugiados, por llamarles de alguna manera, tratan de organizarse con normalidad entre la zozobra y la escasez, con el apoyo de algunas organizaciones humanitarias y un cierto abandono internacional. Y, paralela y colateralmente, la Unión Europea se desintegra entre la parálisis, las visiones particulares de algunos de los Estados miembros y una concepción meramente burocrática de algunas de sus instituciones. Y, cada día que pasa, la situación se complica.

Sí, se complica porque, mientras, miles de personas están varadas en un destino incierto, insalubre y descorazonador, que provoca muerte y miseria. La necesaria orientación a resultados tan importante en crisis como la descrita falla. Porque todo lo que se decida ha de tener como foco una mejora definitiva de las condiciones de las personas hoy muy vulnerables. Y eso no está ocurriendo. Tomen nota, a modo de ejemplo: a España, a pesar de haber aprobado un contingente de más de dieciséis mil personas a las que acogeríamos, han llegado, a día de hoy, sólo dieciocho. ¿Por qué?

El único atisbo de esperanza es la convicción de que, en la época de las redes sociales y la información al segundo, la opinión pública empieza a conocer masivamente el asunto y creo que pocas personas pueden aducir no saber de qué iba esto. Al tiempo, a día de hoy tranquilizan -y sorprenden- las palabras del ministro del Exterior español, García Margallo, haciendo suyas -por primera vez por parte del actual Gobierno en funciones- las tesis esgrimidas desde la totalidad de las instancias sociales, que hemos compartido más veces en esta columna, en el sentido de que España no validará el primer planteamiento conjunto de Turquía y la Unión Europea, que será revisado o de alguna forma refrendado esta semana, y que no es viable jurídicamente ni resiste un mínimo filtro ético. En efecto, las devoluciones masivas y otros detalles contenidos en dicho texto vulneran, directamente, todo el abundante corpus legislativo internacional, de carácter vinculante, conocido como Derecho Internacional Humanitario. Un acervo jurídico firmado por los veintiocho países de la Unión Europea, y que sería ninguneado directamente, entiendo que con consecuencias penales graves, si el mismo sigue adelante. Además, no olvidemos que es responsabilidad de los Estados asistir a las personas vulnerables y garantizar el derecho de asilo y refugio, incluso en el caso de ciudadanos de terceros países a los que los mismos no atiendan.

Pero cualquier solución al problema de las personas refugiadas y solicitantes de asilo, procedentes de Siria, pasa por atajar la crisis bélica en ese país. La guerra, como les decía recientemente en otra columna, es siempre una fuente de perdedores civiles. Y si hay un caso paradigmático, uno especialmente claro, este es el de Siria. Dicen que las personas que se adocenan en los campos de refugiados son, en muy buena parte, menores de edad. Niñas y niños. Y muchos de los que han sufrido en primera persona tanta destrucción y muerte, también. Recuerden a Aylan, el pequeño de la playa que a todas y a todos nos impactó. Pues no se engañen: ha habido y sigue habiendo muchos más Aylan. ¿Es este el mundo que queremos?

A veces nos parece hoy increíble, cuando en la biempensante Alemania de los años cuarenta sucedió el Holocausto, que la sociedad no estuviese al tanto y frenase tanta animalidad y barbarie. Hoy sabemos que algo pasa en Siria y, a partir de ahí, en Europa. Tenemos instrumentos de comunicación instantánea como nunca ha habido en la historia de la Humanidad. Sabemos que hay personas, como usted y como yo, ancladas en alguna parte, entre la destrucción absoluta y la incertidumbre extrema. No podemos decir que no sabemos nada. No podemos decir que esto no nos incumbe. Necesitamos que España, en una Unión Europea francamente debilitada, mantenga una posición ética que dote al conjunto de la credibilidad, legitimidad y moralidad que pueda significar un cambio positivo en la vida vapuleada de tantas personas. Es de Ley y de conciencia. Naciones Unidas lo tiene claro y así se ha posicionado desde el primer momento. No hay excusas.