Si caminas por la coruñesa calle Barcelona al sol de media tarde, quizá puedas escuchar las mismas hablas que en Brooklyn o en Queens. O que en Las Ramblas, por no salir de la propia Barcelona. Aquellos acentos de Bergantiños o Fisterra se fusionaron primero con los de otras comarcas gallegas y se funden ahora con los de la inmigración magrebí, subsahariana, asiática o sudamericana. El mundo en una caracola, decía la canción.

Si recorres la calle Barcelona al sol de media mañana, quizá puedas percibir voces muy parecidas a las de Shakira o Fayçal Fajr antes de preguntar a cómo va la xarda en el Mercado de As Conchiñas. Y si aguzas el oído, comprobarás que el legendario Pucho Boedo canta A Santiago voy desde su estatua en el vecino barrio del Ventorrillo. Solo hay que cruzar la Ronda de Outeiro, otra frontera, para aplaudir a este artista eterno que compartió escenario con Charles Aznavour y Jacques Brel.

Si paseas por el entorno de esta peatonal multiétnica, comprobarás que los bazares chinos, las carnicerías islámicas y los restaurantes kurdos conviven con las churrerías, los cafés y las panaderías locales. La calle Barcelona es la insignia del barrio más denso de A Coruña, el Agra do Orzán: desarrollado a velocidad de vértigo y sin planificación alguna para absorber el éxodo rural de los 60 y 70, este distrito recibiría a inmigrantes de diversos países décadas después.

Solo tienes que tomarte un capuchino en el italiano de la esquina y observar la concurrencia de la calle, un ejemplo claro de esta Galicia con 651.000 jubilados, 430.000 menores de edad y la necesidad de atraer 20.000 inmigrantes anuales hasta 2029 para paliar la crisis demográfica, según la Xunta.

Resulta obligado pensar que aquella calle atiborrada de jóvenes matrimonios, engalanada con algunas de las mejores tiendas de moda de la ciudad, revive de otra manera en este tiempo. Aquellos primeros colonos llegados de Melide o Camariñas eran labradores con la esperanza de labrarse un futuro mejor. Ahora son nuestros padres o abuelos, cumplieron 70 u 80 años y tienen la esperanza de que les cuidemos.