Déjenme que hoy tome el título del artículo prestado, sin haberle pedido permiso, del nombre de la web con la que un muy buen amigo, de hace más de treinta años, expone sus impresionantes fotografías al mundo. Un amigo -Luis Vilariño- que hoy, precisamente, recoge en Infiesto un nuevo premio en el reputado Memorial María Luisa -26 ediciones, casi 80 países representados y 16.000 imágenes-, en el que ha participado en tres ocasiones y de donde se ha llevado tres galardones diferentes, que se suman a los numerosos éxitos que cosecha en el mundo entero y en los mejores certámenes, o a las publicaciones que, desde rincones bien diversos, ensalzan y reconocen su trabajo. Les recomiendo que conozcan su obra. Conmueve y da un sentido especial al paisaje que nos rodea, y que forma parte de la existencia colectiva.

Y voy a nombrar hoy así el artículo porque el tema que les propongo tiene que ver mucho con el carácter y el trabajo de Luis. Hoy, si me lo permiten, hablaré del trabajo bien hecho. Ese que identifico con la cocina a fuego lento, sin prisas y asegurando la calidad en todos los pasos de lo que hacemos. Algo que, desgraciadamente, no está hoy de moda. Quizá porque el propio concepto de "estar de moda" va contra el de la calidad per se. Las modas, las tendencias, son para mí algo superfluo y ligado con el momento. Las cosas buenas, hoy y siempre, evolucionan pero mantienen su esencia y su vigencia. Y, sobre todo, miran poco hacia el entorno y su meliflua sugerencia. Van un poco en contra de la cultura del me gusta, tan de nuestros días y de los nuevos ciberentornos...

Ya saben, el pan, si es bueno, ha de fermentar el tiempo necesario a la temperatura adecuada. Una realidad que se extiende a todos los ámbitos de la vida. En los tiempos del tetra brik, de la prisa como postura y postureo, -independientemente de su realidad- y de una cada vez más presente cultura del envoltorio y de lo cómodo frente a lo auténtico, me rebelo contra lo primero. Y amo y quiero para mí lo verdaderamente herrado en fundamentos sólidos. El trabajo bien hecho no tiene parangón. Y, siempre, aflora, se le reconoce y destaca sobre las burdas imitaciones. Como las fotos de Luis, fruto de décadas de aprendizaje y de amor auténtico por la naturaleza y por el lenguaje certero de la imagen. Quizá sea por eso que reniego de lo meramente publicitario, de los bellos montajes con lindas melodías que, en realidad, quieren venderte alguna otra cosa.

Pienso ahora en otro amigo, el escultor Pancho Castelo, y sus trabajos sobrecogedores en madera o pizarra, metal u otros soportes. Tienen en común con la fotografía de Luis Vilariño sus relieves y sus formas, la importancia de la luz en sus creaciones y, además, ese verdadero y auténtico dramatismo en todo aquello que tocan. La existencia y la naturaleza son sublimes y, a la vez, tiernas, cristalinas y diáfanas. Y todo eso queda reflejado tanto en una laguna congelada repleta de burbujas de metano y captada por el ojo atento y lleno de fundamento de Luis, o en las retorcidas formas de las crebas de Pancho, que el mar devuelve a la playa tras años en el río y en su seno, y que se reencarnan en esas manos expertas cuales personajes fibrosos y llenos de vida, a los que no podemos dejar de mirar. Dos buenos ejemplos de trabajo bien hecho y, si ellos me permiten decirlo, de creadores a los que les importa ciertamente un rábano lo que digan de ellos o las tendencias del momento. Los dos, con su soporte y su discurso creativo, han elegido su camino y por él evolucionan, cambian y se reinventan cada día. Por eso me fascinan.

Supongo que comparto con ellos tal manera de ver la vida, adaptado a mi propia temática y discurso. En tiempos de supuestas castas y anticastas que no son más que nuevas castas con poderío orgánico y férreos comités centrales, creo en el servicio verdadero al prójimo -a la ciudadanía- y muy poco en comprarle el paquete completo a nadie, por muchas luces de colorines o anuncios bonitos que pague o que le paguemos entre todas y todos. Me interesan las causas sociales, y no la excusa de la causa social para volver a lo de siempre. A las eternas renovaciones con personas con cuatro décadas en la vida orgánica e institucional, o a una cantera que a veces no ha tenido oportunidad de beber de más fuentes que de aquellas de las que siempre ha bebido, por lo que no conoce otra cosa. Más de lo mismo. Más cansina campaña electoral fuertemente orientada a aquello de arrimar el ascua a cada sardina. Y más revestimiento de institucionalidad de mucho de lo que no es sino gestión del poder, dentro y fuera de cada uno de los grupos en liza. Una gestión que no es una apuesta firme, decidida, potente y arriesgada por unas ideas, las que sean, independientemente de lo que diga el barómetro del CIS y de lo que haya que afirmar en cada momento para asegurarse una cierta cuota de mercado. Una política, en definitiva, que no es soporte y simple medio u onda portadora, sino que se ha convertido en fin en sí mismo. Mala cosa.

Vuelvo a la luz provista de todo su dramatismo, que lo es todo... Al fin y al cabo, nunca he conseguido despojarme del misticismo de un día conocer que nos movemos a toda velocidad por un espacio misterioso, bañados de luz en todas las frecuencias del espectro... Esos sí que son los temas que me importan. Esos, queridos lectores y lectoras, y el hecho de que nuestra sociedad sea capaz cada día de mejorar, de verdad y sin cuentos, su nivel de trabajo bien hecho y, por ende, en equidad, justicia y serenidad. Lo demás, como dijo alguien especial, anciano, sabio y fuertemente contradictorio a quien conocí un día, no deja de ser sino un kindergarten...