"Me queda el consuelo de pensar que, al haber escrito

tantas y tantas páginas, no he podido equivocarme en todas".

Juan Ignacio Ferreras (2010)

La respuesta seguramente será más tonta que la pregunta; también hablamos de Delibes, de Torrente? pensando que cualquier bachiller de ahora o de la LOGSE o del BUP o de los nuestros de 6º y reválida en los sesenta, podría hablar con fundamento de haber leído algunos títulos.

Dicen que Cela se consagró a crear su personaje y disfrutar de los dividendos que reportaba; apoyo la afirmación poniendo el límite original en los alrededores del Nobel, cuando se crea su industria, en serio. El caso es que al final de los setenta no sabíamos qué era una novela ni los criterios para valorarla; leer el Pascual Duarte (1942) sin conocer su contexto ni la narración en 1ª persona ni un tremendismo gratuito y poco verosímil, era consumir un libro publicado gracias a la protección del todopoderoso Juan Aparicio, a las órdenes del cual también sirvió Cela como censor, y después de que le dejase la vacante Eugenio Suárez cuando se va a fundar EL CASO. Es evidente que describía cruelmente la vida de la posguerra, pero quién habría podido pagar el precio de ese ejemplar con la cartilla de racionamiento.

Nada nuevo hay en la prosa sentimental de Pabellón de reposo o en el pastiche de las Nuevas andanzas?del Lazarillo (1944); pero otras dos obras, Viaje a la Alcarria, descripción magistral, impresionista, mas no novela, y La colmena (Buenos Aires, 1951), 250 páginas con cerca de doscientos personajes movidos por el hambre y el sexo que nos describen una estampa desoladora del Madrid de la posguerra, a golpe de fichero, con organización, precisión, un gran catálogo incompleto al que le pudo faltar la segunda parte para llegar al objetivismo, son relatos que perduran.

Mrs. Caldwelld habla con su hijo no pasa de ser un ensayo delirante y psicopático y La catira, un encargo venezolano, exagerado, poco legible sin el diccionario adjunto, pero ambos fracasos como novela.

Más adelante llegan el San Camilo 1936 (1963), un juego que refleja la propia ambigüedad política de Cela, y Oficio de tinieblas 5 (1973), con aspiraciones a renovación técnica ya caduca. La Mazurca para dos muertos (1983) nos lleva otra vez a la preguerra y la guerra, un texto muy trabajado que se agota en sí mismo, dejando al margen trama y personajes, después mejor no seguir, por respeto.

En fin, como nos abrió los ojos el bueno del maestro Juan Ignacio Ferreras, aquel verano en Denia, seguro que Cela intentó abrir nuevos caminos, pero no acabó ninguna novela. Por eso es un gran prosista, solo por haber escrito un cuento, Las orejas del niño Raúl, allá por los 50. Hace poco me enteré de que aquel jovenzuelo Ferreras, lector voraz, le ganó al ajedrez al prometedor narrador Cela, ¡jodido chaval!, masculló don Camilo, dándole un manotazo al tablero.