No se engañen. Ni islamismo radical ni nada que se le parezca. Quien asesina es un asesino, y no valen justificaciones ni interpretaciones de tres al cuarto basadas en religión alguna. Quien comete actos como los acaecidos estos días sólo hace gala de padecer un gravísimo desorden mental compatible con la brutalidad de semejante comportamiento, y a partir de ahí sobra todo tipo de explicación ni justificación. Esta conclusión, que ya he traído aquí en otras ocasiones, a raíz de horrorosos y execrables atentados como los sufridos en París y Orlando, gana vigencia conforme va avanzando esa escalada de violencia. Un fenómeno global donde siempre hay presentes tres elementos: una persona o varias absolutamente trastornadas, unas víctimas casi siempre aleatorias y que, desde la óptica deformada y patológica del actuante, representan un rol muy diferente al real, y un marco de actuación de fondo, fuertemente identitario, que actúa de catalizador sobrevenido sobre una situación personal de partida realmente peligrosa en sí misma... Estamos hablando de sociópatas frustrados, de la naturaleza que sea. Y, claro está, de unos intereses detrás, con una marcada componente económica, de grupos que alientan semejantes masacres para seguir ganando una batalla que viene de años en el terreno de la geopolítica y la geoestrategia. Y, en el fondo, de los pingües beneficios que les genera toda esta empanada mental de los que sólo son los meros ejecutores de su trama.

Los ejecutores... Vamos a la raíz del problema. Y esta es que en un mundo turbulento, donde la cultura de la violencia está al alcance de la mano y las frustraciones individuales y colectivas son nuestro pan de cada día, se genera odio. Mucho odio. A partir de ahí, hay quien vive la vida de la forma que cree más compatible con sí mismo, sus intereses y sus deseos y sin perjudicar a los demás y, por el contrario, quien a partir de sus propias frustraciones y todo ese odio pone el acento y buena parte de sus energías en exigir cómo tienen que vivirla los demás. Una espiral sin fin y sin camino de vuelta, que al que atrapa le pone en la peligrosa senda del miedo. Y, ya lo hemos hablado más veces, del miedo al odio hay sólo un margen muy escaso. Y, odiando, se dispara la posibilidad de que episodios luctuosos e injustificables desde cualquier espiritualidad, ocurran.

En los crímenes recientes de Orlando y París hay otras derivadas, que merecen un análisis detallado y prudente, no tan en caliente. Pero hay algunas claves que ya se pueden ir desgranando. El crimen de Orlando, especialmente brutal y dañino por el número de personas a las que ha destruido, puso a un establecimiento gay y las personas que en él estaban en su punto de mira. Y, una vez más, parece que se cumple la más inquietante verdad de que las personas más homófobas tratan, en realidad, de huir de su propia condición y tendencia. Esa es también mi experiencia en la vida, en lo que yo llamo teoría del péndulo, que no suele fallarme. Y esta viene a decir que la gente normal, o sea la que teniendo relaciones de tipo heterosexual, homosexual, bisexual o asexual vive en paz consigo misma, trata al otro con respeto y con absoluta normalidad. Cada uno tiene su vida privada, y punto. Y cuál sea esta importa sólo a cada individuo y a las personas a las que afecta. Pero miren, las personas que tienen un comportamiento diferencial con el gay en términos de discriminación o de rechazo, generalmente están lidiando -curiosamente- con algunas cuestiones personales no resueltas. Y estas terminan estallando en su cara o también en la de otros, de una forma u otra. A veces de una forma más doméstica -ya les contaré algún día anécdotas ciertamente paradójicas, tristes y a la vez hilarantes- o a veces, como ya ha ocurrido en Galicia, siendo el móvil de episodios muy violentos... Algunos indicios, incluida la declaración de la mujer del presunto asesino del Pulse, parece que irían por ahí...

La realidad, sin embargo, es un terreno complejo en el que conviene analizar con pies de plomo, dando sólo como buenos los elementos del todo fiables. Y es que, ciertamente, lo acaecido en Orlando presenta todavía muchas dudas e incógnitas. ¿Estamos sólo ante la obra de un desequilibrado, que le pegaba a su mujer y al que sus propias dudas sexuales reconcomían -como a tantos en nuestro entorno-, alimentando un odio al que dio así salida? ¿Hay una relación real con grupos radicales que usan el Islam como pretexto, pero cuya hoja de ruta nada tienen que ver con absolutamente ninguna espiritualidad? ¿Hay otros intereses detrás, en un momento especialmente crucial de la política estadounidense?

Creo que son muchas preguntas a las que irán dando respuesta una investigación serena y sosegada de lo que ha ocurrido. Pero las personas a las que ha tocado ser víctima casi casual de la barbarie no podrán conocer el resultado de tales pesquisas. Ciertamente, no hay derecho que por la empanada mental de cuatro, otros terminen abrupta y violentamente su existencia, de esa forma. Ni en el Pulse de Orlando ni en el Bataclan de París, ni en el Aeropuerto y el Metro de Bruselas, en la Maratón de Boston, ni en el Metro de Londres ni sobre la vía del tren de cercanías en Madrid, ni en las Torres Gemelas de Nueva York, ni por la locura de alguien en Oslo o en una isla noruega, ni en los múltiples y casi siempre anónimos atentados y masacres colectivos que se perpetran cada día en todo el mundo y, especialmente, en los países árabes... No, no hay derecho a que alguien, por su capricho -lo revista de lo que lo revista- siegue la vida de los demás, con alevosía y saña. No hay derecho. No