Contra toda lógica democrática el veto de Rivera a Rajoy y otros dirigentes populares es la intransigente muestra de una inmadurez política que, si en cualquier momento es inconveniente, en la difícil coyuntura electoral que vive España es una temeridad. Rivera, que ya dio una pista de su volubilidad al asociarse estrechamente con Sánchez en la frustrada investidura y de su ingenuidad al pedir la abstención de Rajoy en favor del socialista, acaba de evidenciar ante el 26J una intransigencia incomprensible en un político hecho, que dijo querer contribuir a la gobernabilidad. Porque eso es exactamente lo que Rivera hizo creer, y a sus votantes especialmente, en sus declaraciones previas a las elecciones del 20D. Pues una cosa es contribuir a cuajar un pacto forzando la modificación del programa y de las políticas de los dos grandes con intención de mediar entre ellos, que es lo propio de un grupo pequeño o mediano que, responsable y legítimamente, no quiere limitarse a ser un simple espectador desde las bancadas de la oposición, y otra muy distinta es lanzar de modo absolutamente intransigente un veto a determinados dirigentes del partido con más apoyo electoral y más escaños en la cámara y además, de modo impertinente, señalar a otros con los que, en cambio, no tendría inconveniente en llegar a acuerdos para la investidura.

Rivera recibió un aplauso general por su firmeza frente al nacionalismo en Cataluña, firmeza frente a políticas excluyentes sin caer en intransigentes vetos a personas. Fue una posición además de firme, inteligente, porque careciendo de cualquier posibilidad de pacto con el nacionalismo, Rivera sólo tenía la de hacer oposición de denuncia que es lo que hizo con valentía y buenos resultados. Ahora, sin embargo, el escenario es bien distinto y por eso ni la denuncia ni la intransigencia tienen sentido. Lo que se esperaba de él es presionar, proponer, pactar y mediar, no vetar al cabeza de la lista más votada el 20D, a la vicepresidenta del gobierno en funciones y a la secretaria general del partido más votado. Con sus vetos Rivera impide cualquier acuerdo con el PP, el partido del que está más próximo, y, en consecuencia, abre la puerta o bien a una repetición de la frustración ya vivida hace unos meses o a la aproximación del PSOE y UP de la que será simple espectador.

En política democrática no caben los vetos a personas porque en democracia los acuerdos son la esencia. Rajoy no ha vetado a nadie sino que sigue ofreciendo un pacto

a Sánchez y a Rivera. Ni siquiera ha vetado a nacionalistas excluyentes sino que ha buscado acuerdos menores con Mas, Puigdemont o Urkullu, lográndolos a veces pero nunca vetándolos. Y ha llegado a pactos sólidos con Foro asturiano, el PAR aragonés y la UPN Navarra. Eso es lo que hace un estadista. Rivera se incapacita para retos mayores. ¿Vetaría a Berlusconi, a Castro, a Putin o al mandamás de China o Arabia Saudita porque el primero era un visitante asiduo de los banquillos y los segundos consienten violaciones de derechos a diario? ¿Y a Obama por Guantánamo y a Cameron por Gibraltar? Rivera no tiene condiciones de estadista porque un estadista tiene que lidiar con lo que hay, sin vetos ni selección de interlocutores. Finalmente pero no menos importante, ajeno a la presunción de inocencia, Rivera condena a Rajoy con su veto por la cercanía del presidente a gentes imputadas o condenadas. Eso da motivos sobrados para reprochar a Rajoy, claro que sí, pero de ahí a vetarlo va un gran trecho, el trecho que en un Estado de Derecho separa a los inocentes de los delincuentes o de los imputados. En ninguno de los dos grupos ha estado ni está Rajoy.