Vivimos en un mundo emocional. Y, ellas, las emociones, son nuestra guía. La causa y la consecuencia de nuestra vida. Buscan que sobrevivamos, pongamos límites, huyamos, ataquemos, que seamos respetados y sepamos rechazar lo que nos hace daño, en definitiva, que percibamos si vamos bien o mal. Porque las emociones nos vienen como advertencias, sobresaltos, como preparación al ataque, como ganas de huir, euforia, tristeza, asco, negación, curiosidad, alegría. En algunas ocasiones, vivimos con paz; en otras, nos lo impiden. Pueden ser adecuadas. O inoportunas. Apropiadas o inoperantes. A veces nos vienen bien, pero otras tantas, nos destrozan la vida. Sin duda va a ser complicado convivir con las emociones, si nuestra infancia no fue guiada por unos padres medianamente equilibrados y sanados de sus dolores y delirios. Si no fuimos mirados correctamente, atendidos con amor, si en vez de tenerlos como ejemplo, los tuvimos como modelos a rechazar, o si fuimos desatendidos, rechazados, amenazados, juzgados, abusados, engañados o usados, entonces, nuestros dolores, represiones y miserias infantiles, no fueron totalmente integradas y vamos a padecer mucho dolor y sufrimiento. Porque aquellas emociones, tan potentes y temidas, que nos provocaron en la infancia, cincelaron el fondo de nuestro corazón, o más bien de nuestro inmaduro cerebro infantil, quedando escondidas y preparadas para saltar cuando aparezca un estímulo que nos recuerde vagamente aquello que las crearon. Y nos juegan una mala pasada. Por eso algunos dicen que tenemos que aprender a reprimirlas. Grave error. Porque de ellas no se puede huir. Todos las sentimos, aunque aparentemos que no y nos neguemos a sentir lo que sentimos. Además, no se pueden elegir. Vienen desde dentro, desde un cerebro más antiguo y más profundo que nuestra mente pensante. Por ello, en muchas ocasiones, nos cuesta tanto abrirnos a mostrarlas. Y todo es porque tememos que no sean aceptadas por los demás, que las usen para atacarnos o para reírse y mofarse de nosotros, o que, sencillamente, muestren que somos como no queremos ser: débiles, violentos, aburridos, avariciosos, soberbios, lujuriosos... ¡Ay señor, señor, cuánto nos complican la vida las buenas de las emociones! Pero, también, cuantas satisfacciones experimentamos gracias a ellas. Por eso, aprender a identificar lo que se siente, comprender su sentido, guiarse por su cálido o estrepitoso sonido, quizás sea uno de los retos más importantes, que tenemos que llevar a cabo en nuestro discurrir por este fascinante y misterioso planeta Tierra emocional.