Soy un tipo disciplinado, y eso significa que cuando el organismo competente en un determinado asunto encarga una investigación sobre tal temática a peritos mucho más cualificados que yo, o al menos mucho más bregados por la experiencia en tal ramo, acato de buen grado su diagnóstico técnico. Pero eso no implica que, a partir de tal asunción, renuncie a una cierta visión estratégica sobre la cuestión. Ni mucho menos. Creo que una cosa es el dilucidar cuál es la realidad y otra, bien distinta, el hacer una cierta reingeniería de proceso con el ánimo de que lo que un día ocurrió no acontezca más.

Dicho lo anterior, mi reflexión de hoy tiene que ver con la cuestión de los accidentes ferroviarios en Galicia, que en los últimos tiempos nos han entristecido y han llenado bastantes páginas del periódico. De aquella noche fatídica en Angrois a la reciente desgracia en la entrada a la estación de O Porriño. Dos hechos luctuosos que jamás deberían haber sucedido pero que, desgraciadamente, han truncado la vida de personas concretas, así como las de sus allegados y seres queridos.

En Angrois, al final, todo se ha presentado, o se ha querido presentar, como un mero error humano. Y en el caso del accidente de O Porriño, por el curso que llevan los acontecimientos, parece que también. Yo no voy a discutir que la causa última de tales desaguisados sea esa, si eso es lo que dicen los expertos, en tanto que diagnóstico final de una situación ya pasada. Pero, y lo he contado ya alguna vez en este y algún otro foro, ¿no les parece extraño, arriesgado, irresponsable, absolutamente desfasado y peligroso que las vidas de un montón de personas -los viajeros y a las que el tren pueda hacer daño en su carrera hacia la nada- dependan únicamente del estado de consciencia y de los sentidos de un único conductor que, por lo que sea, puede fallar al cabo de horas y horas acumuladas de conducción en toda su trayectoria profesional?

Es una pregunta que me hago porque, visto Angrois, vuelve a señalarse en O Porriño al maquinista -en este caso, fallecido en el accidente- como causante del siniestro. Pero, digo yo, ¿es normal que sean unas instrucciones previas y la visión in situ de una señal luminosa y un par de avisos sonoros lo único que puede detener un tren a más de cien kilómetros por hora en un tramo en el que debía ir tres veces más lento? Sinceramente, yo creo que no. Y es que, además, estamos hablando de un sector -el de los ferrocarriles- donde la tecnología automática de corte de la tracción y de frenado -en el caso de unidades electrificadas- o de otros sistemas alternativos -en lo que queda de motorización Diesel- están presentes en el mercado y en la operativa diaria desde hace muchos años... Una pena que aquí, en Galicia, no dejemos de acumular accidentes de tren o por carecer de ellos el tramo o porque, como parece que pudo pasar aquí, la unidad concreta era la que no disponía de tal equipamiento.

Con todo, excusas de mal pagador. Quien mueve un tren cargado de personas con afán lucrativo y es capaz de hacerlo con eficacia y de una forma moderna, ha de ser capaz de parar su tren en un tiempo prudencial antes de que se estrelle si, por lo que sea, la persona al mando se siente mal, se desmaya, ha decidido suicidarse o, simplemente, se despista. Y es que no es de recibo que toda la responsabilidad de no tener un accidente se descargue sobre la actuación del maquinista. Un profesional, al fin y al cabo, que puede cometer errores que, con tecnología suficiente, se pueden atajar. Y si no, que se lo pregunten a los conductores del Metro en ciudades donde se dispone de este servicio. Ese es un buen ejemplo de tren donde, ante cualquier anomalía tal como la indisposición del conductor o su caso omiso a la señalización produce la activación de diferentes sistemas donde la prioridad es la que toca en tales casos: evitar males mayores en materia de pérdida de vidas humanas.

Pues eso. Al margen de la investigación oficial del accidente de O Porriño, con toda la luz que esta pueda ofrecer, creo que toca superar ya la época de la artesanía en las cabinas de tren, dotando a la red de los oportunos sistemas -en líneas y unidades- que aseguren que, por lo menos esta vez, haya dos sin tres.