Circulaba de Monterroso a Lugo, y en Monte de Meda paré para alimentarnos los dos, el coche, cargando el depósito de combustible, y un servidor, ocupando sitio en un comedor junto a la gasolinera. El local estaba casi al completo porque costó localizar una mesa vacía; la mayoría hombres, en grupos, gente trabajadora, ruda; un par de féminas, viajeras por sus atuendos y compañías; camareros yendo y viniendo rápidos por los estrechos pasillos. No sé por qué me vino a la cabeza que esa era la España real, la auténtica, la ajena a encuestas y elecciones que eran los temas de ese día ya al final del largo verano pasado. Se respiraba humanidad en medio de un alboroto de voces, en gallego y castellano, blasfemias sueltas, risotadas y conversaciones que más eran un enorme griterío -cierto, los españoles hablamos muy alto- que silenciaba a los dos televisores allí encendidos. Intenté leer prensa, imposible por la poca luz. Tonteé con el móvil. Así que sin escuchar me entretuve oyendo las carcajadas, la confusión de conversaciones entrecortadas, el golpeteo de cubiertos y vasijas. Esto es auténtico, tiene vida, merece un testimonio. Tan rápido fue todo, que tomando el café sin pedirla me llegó la cuenta. Pagué, dejé sitio libre a otros.