Hemos vuelto a vivir estos días la algarabía ramplona o malévola de quienes, encomendados a sus personales prejuicios, consideran que el Doce de Octubre es una fiesta franquista o el macabro aniversario de un genocidio terrible. Siempre, en el mejor de los casos, una empresa abiertamente antidemocrática que debe ser condenada sin paliativos.

No sólo ignoran esta suerte de ciudadanos tan contumaces que tal fiesta se celebró por vez primera a principios del siglo XX en Barcelona y por iniciativa de algunos empresarios catalanistas que aspiraban a ensanchar el mercado hispanoamericano para mejorar las ventas de sus manufacturas y multiplicar sus beneficios. Ignoran igualmente, y a despecho de la memoria republicana que ardorosamente dicen reivindicar, que la República Española promovió la Fiesta de la Hispanidad con loable empeño y dedicación. Por último, al observar y analizar desde la perspectiva actual acontecimientos del pasado lejano, podrían llegar a malinterpretar la Historia que pretenden enseñar. Bien porque les pareciera que Viriato no hubiera tenido un juicio justo, bien porque Augusto no hubiese convocado -y de buen grado- un referéndum de autodeterminación para la Tarraconense o la Bética.

Sin embargo, por encima de la maraña chabacana que anualmente tupe esta legión de ignaros y falsarios con el ánimo de dificultar el acceso al claro del sentido común, estos días hemos podido conocer el sobrecogedor caso de Adrián, un niño de ocho años que, mientras lucha contra el cáncer que devora su infancia y amenaza su vida, ha declarado que quiere ser torero con indisimulado desparpajo infantil.

Acto seguido, gente de la peor madera -elevada a la categoría superior del juez por méritos que a sí misma se atribuye- incendió impunemente las redes con pronunciamientos de una vileza insoportable. Como otras veces, como demasiadas veces.

Quien por allí transita como Aizpea Etxezarraga escribió: "Que se muera, que se muera ya. Un niño enfermo que quiere curarse para matar herbívoros inocentes y sanos que también quieren vivir. Anda yaaaa! Adrián, vas a morir."

Otro coleguilla fecal, de nombre Maverick, dejaba a un lado la inocencia de los herbívoros y aun la floresta, para, sin el lastre de cualquier mariconada, ir directo al grano con el aseo contable del funcionario degenerado: "Qué gasto más innecesario se está haciendo con la recuperación de Adrián, el niño éste que tiene cáncer, quiere ser torero y cortar orejas"? "No lo digo por su vida, que me importa 2 cojones, lo digo porque probablemente ese ser esté siendo tratado en la sanidad pública, con mi dinero"? "Pero bueno chic@s, esto es la misma mierda de siempre, no merece la pena ni hablar, escribir? Sólo un gobierno futuro solucionará esto."

No glosaré yo los contenidos por esquivar la náusea, pero tampoco puedo dejar de plantearme algunas preguntas pavorosas.

¿Cómo en Europa, que, a pesar de todos los pesares, es hoy sin duda uno de los mejores lugares para venir al mundo, se pueden alcanzar cumbres de tanta ruindad y tanta abyección? ¿De qué escuela han salido los engendros? ¿Qué sociedad puede permitirse este oprobio? ¿Qué políticos alientan o cultivan o cortejan este disolvente ético-moral? ¿En qué "gobierno futuro" estará pensando el canalla Maverick?

Puede que espanten las preguntas y, sin embargo, a mí me han estremecido todavía más las respuestas.