Buenos días, en este primer artículo de diciembre de este año. Lo que les digo siempre, que en dos patadas estamos despidiendo este 2016... Parece que fue ayer cuando lo saludábamos, recién nacido él. Pero, antes de que nos demos cuenta, estamos otra vez en verano...

Hoy quiero compartir con ustedes, y ya me pongo a la tarea después de haberles saludado, una cuestión que para mí merece la pena tratar con tranquilidad, con sosiego... Pero algo, también, que para mí es esencial. Es decir, derivado directamente de la esencia de las cosas. Y -les adelanto- un pensamiento en el que, con frecuencia, me encuentro un tanto solo. Quizá porque muchos de ustedes prefieren argumentos operativos para evaluar esta cuestión, y se quedan con temas de costes, adaptaciones de persona al puesto y cosas parecidas... O quizá porque otras personas adoptan posiciones de máximos y no quieren entrar a la argumentación, bien por aquello de que el statu quo vigente ya va bien para ellos, o bien por esos mantras que con tanta frecuencia se pronuncian en nuestro país sin que les acompañe una sola línea que los fundamente.

El caso es que el tema tiene que ver con la monarquía como institución. Con la lógica de su existencia, para más señas. Con la pertinencia de que tal tipo de artificio siga vigente hoy en día. Para mí, porque se lo he contado más veces y por la aproximación que estoy haciendo a la cuestión, ya entenderán que no... Pero, empecemos por el principio... ¿por qué se me ocurre hablar ahora de esto? Pues seguramente porque he estado repasando estos días varios acontecimientos de la actualidad en los que destacados miembros de la institución monárquica española han estado presentes, o quizá por la inminencia de la fecha de conmemoración de nuestra Constitución, que consagra actualmente la existencia de tal forma de Jefatura del Estado, y que debería ser cambiada si se consensúa alguna alternativa entre todas las fuerzas políticas o, finalmente, por el polémico documento -recientemente conocido- en el que el que fue Presidente, Adolfo Suárez, reconoce que se envolvió el tema de la monarquía con otros muchos, como un todo o nada, por el temor a que este, en particular, fuese rechazado si se votaba de otra manera. Con todo, toda una serie de estímulos que impulsan a una mente racional a preguntarse si, verdaderamente, sigue teniendo sentido hoy tal lógica monárquica.

Mi respuesta es que no, como les dije. Y es que hubo un tiempo en que los reyes y las reinas existían por la supuesta gracia de Dios, que encumbraba a unos a los cielos y a otros a los abismos por extrañas derivadas de la supuesta igualdad con la que el Creador trataba a todas sus criaturas. Obviamente, no era así. Y, al margen de las capacidades y los méritos de cada uno -el gran tabú hoy y siempre-, se configuraba una sociedad piramidal en la que el hijodalgo -el hidalgo- ocupaba el escalón más bajo de la nobleza, cuya cúspide estaba reservada al rey. Hoy, superada esa concepción divina de la realeza, el anacronismo de que una familia -porque sí- tenga determinados privilegios frente a los otros, hasta el punto de serle reservada la Jefatura de un Estado que nos pertenece a todas y a todos sus ciudadanos, no se sostiene. No por nada en especial, de corte operativo. No. Porque plantear eso es atentar, ontológicamente, contra la naturaleza de las personas y contra un argumento sencillo pero contundente basado en la igualdad absoluta ante la Ley y el Estado.

Todo lo dicho no tiene nada que ver con el actual desempeño de los titulares de la Corona. Miren, yo a ellos no les he conocido, pero sí tuve ocasión de intercambiar tres o cuatro veces saludos protocolarios con sus padres -hoy eméritos-, que me parecieron unos auténticos profesionales de la cuestión. Tanto, que se organizaba ante todos nosotros -en el papel de sus súbditos- una especie de performance de familia, cuando la realidad era un tanto distinta. ¿Va esto a alguna parte, desde una mínima óptica de coherencia? Y todo ello sin contar con que la Corona Española, en particular, fue orquestada desde las postrimerías del franquismo. Eso tampoco ayuda.

Estoy seguro de que los actuales Reyes de España son unos inmejorables embajadores del país. Que su saber estar y su capacidad de relación es altísima. Que son, incluso, gente majísima. Pero nada de esto está reñido con la tesis central de mi artículo. Y esta es la profunda inmoralidad que implica el elevar a unas personas a rango de máxima dirigencia por el único vector de la sangre. La Historia ha demostrado en multitud de ocasiones que el mismo es un mal criterio de elección de las personas, ya que verdaderos sátrapas han tenido hijos virtuosos y prudentes y, al tiempo, monarcas empáticos y listos han dado a luz sucesores idiotas, en el sentido etimológico de la palabra. La retórica actual, al tiempo, que pretende presentar a los monarcas como unos ciudadanos más, en lo que representa una auténtica vuelta de tuerca indefendible de una condición galácticamente diferente, no hace más que abundar en tal inmoralidad...

Bueno, ya ven... En estas cuitas ando cíclicamente reflexionando desde hace décadas, y hoy tocaba aflorarlo para compartirlo con cada una de sus sensibilidades... En todo caso, quizá sea yo sobre todo un teórico, y no seré quien le ponga el cascabel al gato de explicar cuál será, entonces, la fórmula ideal para la mayor representación del Estado. Parece lógico pensar en alguna suerte de república, como ha hecho la inmensa mayoría de las naciones modernas. Pero, una vez más, dicho desde la racionalidad y no tanto desde la emoción o la nostalgia. Cada tiempo requiere formas y lógicas nuevas, y tampoco es cuestión de intentar reinventar lo que ya no existe más que en el recuerdo. Se trata, sobre todo, de mirar al futuro y al tiempo nuevo que se nos ofrece. Al pasado, fundamentalmente, es bueno recurrir para encontrar las pautas de donde no se debe volver a errar...