En su particular y hermoseado autorretrato, Mariano Rajoy y el Partido Popular han insistido, con llamativos colores, en describir los cuatro (casi cinco) últimos años como el desarrollo de un conjunto de reformas ejecutadas o lideradas por un Gobierno perfectamente consciente de los desequilibrios, insuficiencias y patologías de la economía española.

Lamentablemente un somero repaso a los análisis de los economistas más solventes del país evidencia la escasa musculatura reformista del Gobierno de Mariano Rajoy, a pesar de disponer de una amplia mayoría absoluta en las Cortes, y su manifiesta proclividad a solucionar los problemas aplicando ajustes presupuestarios y dejando las reformas -en el mejor de los casos- para más adelante. A saber: la tendencia negativa en el balance por cuenta corriente se interrumpió ya en 2009; el modelo de crecimiento sigue dependiendo casi enfermizamente de la demanda interna, porque el cacareado aumento en las exportaciones representó apenas un 0,5% del PIB en 2014, el incremento en inversión pública y privada en I+D+i en el decenio 1998-2018 frenó bruscamente y ha caído a niveles miserables, exactamente al contrario de potencias como Alemania y Francia, que la han potenciado; se han penalizado estúpidamente las energías alternativas y se ha continuado privilegiando el duopolio eléctrico sin piedad para el impacto de los costes de producción. Rajoy solo ha implantado reformas en el mercado laboral, y de nuevo, se trata de reformas de abaratamiento de salarios y despedidos.

Es casi seguro que, con el marco laboral anterior, se hubieran producido la mayoría de las contrataciones de los últimos tres años. En cambio, no ha desparecido la sangrante dualidad y los salarios en particular y las condiciones laborales en particular han empeorado. Unos empleos de nóminas escleróticas y baja calidad formativa ni tirarán del consumo interno con suficiente fuerza redentora ni podrán aportar lo suficiente tributariamente al sostenimiento de las pensiones y al Estado de Bienestar.

La lucha contra el fraude fiscal es otro ejemplo de maquillaje triunfal para enmascarar una labor mediocre. Basta recordar que España ingresa por IRPF el 7,4% del PIB, frente al 9,4% de la media de la Unión Europea. Asimismo, el IVA recauda medio punto del PBI menos que la media del continente. El Ministerio de Hacienda anunció todavía recientemente que en 2015 se produjeron unos ingresos fiscales superiores a los 15.000 millones de euros, lo que significaba un incremento del 27,2% respecto al año anterior. Por desgracia, el profesor José Ignacio Conde Ruiz ha divulgado un análisis incontrovertible que sitúa el incremento recaudatorio real en poco más de un 13%, y una media anual de crecimiento de los ingresos de un 4% desde 2014. Un porcentaje no desdeñable, pero que debería invitar a no hinchar el pecho a Cristóbal Montoro y sus colaboradores. Lo peor, sin embargo, está por llegar.

Es muy poco verosímil que el Gobierno en minoría de Mariano Rajoy emprenda ahora lo que no hizo desde 2012, es decir, desmontar la mayoría de las exenciones y subsidios, reformar con realismo los tramos del IVA, consensuar un nuevo modelo de financiación autonómica, luchar con mayor denuedo y eficacia contra el fraude fiscal, cerrar el trato privilegiado al semimonopolio eléctrico y reconsiderar una reforma laboral para atacar de raíz la dualidad y el miserabilismo salarial y laboral. Un acuerdo de amplia mayoría parlamentaria al respecto es muy difícil, si no imposible, y con toda probabilidad Rajoy y su equipo preferirán de nuevo la vía del ajuste antes que la reforma. Si lo dejan, por supuesto.