No se le ve otra función porque tal y como están las cosas no es viable ni lo será en bastante tiempo por los motivos repetidos ya hasta el aburrimiento. No hay acuerdo en el qué porque cada grupo dice una cosa, el Senado, Cataluña, derechos sociales, aforamientos, federación, deslinde de competencias, sistema electoral o apertura de un proceso constituyente para redactar otra y así es imposible una operación que requiere mayorías reforzadas de 3/5 o 2/3 en cada cámara según los casos. En realidad tampoco es imprescindible la reforma, condición sin la que no se debe iniciar un camino tan laborioso, para mejorar la vida pública y privada. Hay que recordar, por ejemplo, que sin cambiar la Constitución bastó la ley para introducir la interrupción del embarazo, el matrimonio entre personas del mismo sexo o suprimir el servicio militar. Bastó la ley para modificar las condiciones socioeconómicas y la fiscalidad, para introducir la responsabilidad penal de las personas jurídicas, la ilegalización de partidos políticos, la prisión permanente revisable, para reconocer derechos a los extranjeros y tantas cosas más. No, no ha sido necesario cambiar la Constitución para ampliar libertades y derechos y para hacer más efectiva la igualdad de los ciudadanos. Y tampoco ha sido necesaria la reforma para desarrollar hasta el extremo las autonomías cuyo esquemático diseño constitucional no permitía adivinar su imponente presente, sea cual fuere la opinión que nos merezca. Sí, han bastado las leyes para explotar todo el yacimiento de posibilidades que encierra la letra de la Constitución de 1978, es decir, ha bastado la voluntad y el acuerdo político de mayorías parlamentarias, que eso son las leyes, respaldadas por mayorías electorales para cambiar las cosas sin alterar las reglas del juego fijadas en 1978 por el pueblo español, que eso y no otra cosa es la Constitución. Han bastado las leyes y la labor interpretativa del Tribunal Constitucional para llegar hasta aquí desde aquella fecha, rubricando la etapa más fructífera en siglos de nuestra convivencia. Es bueno hacer memoria de todo esto y visto el balance de la Constitución dejarse de distracciones con la reforma constitucional como divertimento.

Nos queda un único asunto de calado para convivir con sosiego y no es otro que el de las demandas insaciables de los nacionalismos extremados, pero eso no tiene solución. Hay que conllevarlo, como el calor y el frío, en sus momentos de tensión y en los de apaciguamiento, que los ha habido y largos. Y hay que conllevarlo sin ampliar caprichosamente su alcance. Sin convertirlo en una imperiosa exigencia de cambio general del modelo autonómico. Sin exigir amores pero sin tolerar vulneraciones de la Constitución. Las propuestas extremas, independencia o confederación por un lado y supresión de las autonomías o considerable reducción del autogobierno por otro, son impracticables porque esa reforma constitucional no tiene apoyos suficientes ni de lejos. La ocurrencia reciente del presidente del Tribunal Constitucional, el derecho a decidir cabe si se reforma la Constitución, es una simpleza que podría enriquecerse con otras del mismo estilo. Podríamos volar si tuviésemos alas, pico y plumas, pero eso quizás en otra vida. Y entre las extremas las propuestas moderadas pero también lejanas aunque por motivos distintos. Reconocer la singularidad catalana junto a la vasca y navarra con una leve inclusión en la 1ª disposición adicional de la Constitución, es tan insignificante en su letra como trascendente en su alcance y por eso no es imaginable su aceptación. Además de que nadie asegura que sería un punto final dada la insaciabilidad. Y, en fin, queda la inconcreta propuesta socialista del Estado federal que, de momento, se parece a aquello de mucho ruido y pocas nueces. Por todo eso, mejor dejarla estar.