El alcalde de Culleredo, don Julio Sacristán, secretario provincial del Partido Socialista de La Coruña, ha asomado la gaita en la crisis partidaria local para informarnos de que sus conmilitones municipales herculinos "no saben lo que quieren". En señor Sacristán, exdocente en la extinguida Universidad Laboral Crucero Baleares, pertenece a esa pléyade de políticos-salpicón que suelen reciclarse como la sabrosa pitanza. Don Julio es un dirigente activo, que pone toda la malicia en el cargo, especialmente cuando los ruidos aéreos perturban la siesta, aunque para ello haya que festonear la ética y la teoría normativa. Consciente de que en la política el éxito personal disculpa cualquier distracción, su larga permanencia en la Alcaldía le ha permitido sobrevivir a la burbuja inmobiliaria, cuyo urbanismo desaforado se ha despeñado en un caraquismo especulativo, que condiciona, en las vertientes de Vilaboa y Fonteculler, futuras estructuras de expansión. Quienes conocen a don Julio destacan su habilidad para captar adhesiones -así lo acreditan varios lustros en el cargo- y tampoco faltan otros que valoran el haber trabajado para sí mismo. Culleredo es un municipio muy querido y recordado por aquellos coruñeses que se vieron obligados a huir a pie hacia El Portazgo, a raíz del incendio de los depósitos de la Campsa, sitos en el rellenado de San Diego, durante la Guerra Civil. Conviene repasar la historia y recordar a los políticos que, en tiempos de crisis, la austeridad y el rigor deben impedir por autoestima la frivolidad. Cuando esto no sucede, el vecindario comienza a interesarse por las cuentas corrientes. En Culleredo, la gestión se ha movido más por el cálculo que por la convicción. Hay que buscar nuevos horizontes aunque, a veces, la ganga imaginativa no permite albergar grandes esperanzas. Es el mal que abruma a los políticos profesionales, envejecidos de tanto ser vistos y de tanta mediocridad.

Otrosidigo

El 35 aniversario del autogobierno de Galicia pasó a oscuras en La Coruña. Para nuestra ciudad la llegada de la Xunta -no de la autonomía- ha sido un mal negocio. La Coruña fue desmantelada institucionalmente, sin compensación alguna, y numerosas familias sufrieron el traumatismo de traslados incómodos que, en el transcurso de los años, denotan precipitación y el desengaño.